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Destinos

Un cóctel en taza de té en los bares clandestinos de Nueva York

La bañera que preside The Bathtube Gin, rememorando los días en los que la ginebra se elaboraba clandestinamente en la bañera de casa

Habla bajo es lo que antes de la Prohibición significaba speak easy. Después de que el alcohol quedara fuera de la ley en Estados Unidos, se juntaron las dos palabras y, hasta la fecha, por speakeasy se entiende un bar clandestino.

Por las esquinas de la Gran Manzana llegaron a abrirse cerca de 30.000 entre 1920 y 1933. Algunos eran auténticos tugurios que despachaban casi matarratas y, en cuanto quedó abolida la ley seca, desaparecieron tan rápido como habían surgido. Unos pocos, en los que se mezclaba la crème de la crème con mafiosos, intelectuales o glorias del cine y el jazz, aguantaron el tirón.

Es el caso del Club 21, donde tras la cena puede bajarse a la bodega, camuflada en el sótano tras una puerta de dos toneladas, que la policía jamás localizó en las mil y una redadas que sufrió este local en plena calle 52. También hoy reciclados en establecimientos del todo legales, el Landmark Tavern, una taberna con solera junto a los muelles del río Hudson; el Frankie & Johnnie’s, donde sirven uno de los mejores steaks de la ciudad, o el Julius, que con el tiempo se convirtió en uno de los primeros bares gays del Village.

Igual que en los días en los que Lucky Luciano y Bugsy Siegel celebraban en él sus “reuniones de trabajo”, al Backroom Bar se accede por una escalera que cuesta dios y ayuda encontrar. Una vez arriba se baila agarrao al dictado de Louis Amstrong y Duke Ellington, porque en aquella época dorada el jazz se bailaba. Las copas se siguen sirviendo, en honor a la tradición, en respetables tazas de té.

La moda de la clandestinidad

Cumplidos 90 años del fin de la Prohibición, en la ciudad de los rascacielos se han multiplicado los speakeasies de nueva hornada que recrean la clandestinidad y el ambiente de las películas de gángsters. A menudo con entradas disimuladas, sin cartel a la vista y contraseña para poderse colar.

Uno de los primeros fue el PDT del East Village o Please don’t tell -‘por favor no lo cuentes’-. Su zona visible, en la que sirven unos perritos de escándalo, está abierta a cualquiera. A su bar secreto, al que se accede franqueando el falso fondo de una cabina de teléfonos vintage, sólo podrá entrarse si se tiene un buen contacto o la suerte de que esa noche no ande muy lleno. Si el Blind Barber funciona durante el día como una barbería a la antigua usanza para de noche transformarse en bar, en Death&Co, The Raines Law Room o Apotheke la carta de cócteles llega a marear.

Otros, como The Bathtube Gin, tienen en medio una bañera en recuerdo de aquellos años en los que a la mayoría no le quedaba otra que fabricar la ginebra en la bañera de casa. Solo los speakeasies con pedigrí servían el mejor ron del Caribe y hasta el whisky Cutty Sark que desde Escocia se las ingeniaba para introducir ilegalmente el capitán McCoy, el traficante más célebre de la Prohibición. Desde entonces, en Estados Unidos, cuando se asegura que algo es de calidad, se dice que es the real McCoy.

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