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Cultura

Parejas literarias: hasta que el manuscrito nos separe (II)

Hay quienes insisten en que fue Ted Hughes quien la mató. Que su abandono por otra mujer empujó a Sylvia Plath al horno en el que metió su cabeza una mañana de febrero de 1963. Hubo quienes llegaron incluso a borrar el apellido de su marido de su tumba en el cementerio de la iglesia de St Thomas, en West Yorkshire. Pero no. En esta historia la muerte viene de otra parte, de muy atrás. Aparece pronto, mordiéndole los tacones a la rubia y brillante poeta. En sus años de universidad, una joven Plath se derretía de furia y vida: quería ser la mejor poeta, la mejor estudiante… la mejor, la mejor, la mejor; quería becas; premios; publicar en The New Yorker. Lo quería todo.

Urdía por igual versos y planes apoteósicos: los más grandes, los que duelen cuando se demoran. “El no ser perfecta me hiere”, llegó a escribir ella en su diario, en 1957, un año después de casarse con Hughes. Cinco después, en 1963, Plath se suicidó. Dejó preparado el desayuno a sus hijos. También una nota al vecino de abajo para que llamara a un médico. Metió la cabeza en el horno y abrió el gas. Tenía 30 años, sólo 30 años. Hughes la había dejado poco antes por la escritora Assia Wevill. Un matrimonio con dos hijos se fue al traste en el desaguadero de los afectos y las expectativas. Ella se marchó con los niños a una casa londinense en la que había vivido Yeats. Se dedicó a cultivar un huerto a la vez que escribía, de madrugada, los que serían sus mejores versos: entre ellos los de Ariel, poemario póstumo, publicado en 1966.

“El no ser perfecta me hiere”, llegó a escribir ella en su diario, en 1957, un año después de casarse con Hughes.

Hughes y Plath se conocieron en Cambridge. Ella había conseguido una beca Fullbright. "Adán desgarbado y saludable, mitad francés, mitad irlandés, con voz de dios tronante, un bardo, un contador de historias, un león y un trotamundos", escribió sobre él en su diario. La atracción fue mutua y fulminante. Se casaron, intencionalmente, el Bloomsday –día dedicado al Ulises de Joyce- de 1956, a escasos meses de conocerse. Tras una luna de miel en Benidorm, pasaron un año en Estados Unidos y volvieron a Inglaterra. Se instalaron en una casa de campo en Devon, con rosales y colmenas: "Estamos admirándonos continuamente", escribió ella. Pero en 1962 Hughes conoció a Wevill. La ruptura, como el enamoramiento, fue inmediato y repentino.

En la recopilación Cartas a mi madre, Plath cuenta que escribía entre las cuatro y las ocho de la mañana, antes de ocuparse de la casa, los hijos y los escritos que le daban para vivir. "Creo que lo que me hace falta es que alguien me anime diciéndome que hasta ahora lo he hecho todo muy bien", le hizo saber. Como viudo, Hughes se convirtió en el ejecutor de los bienes personales y literarios de Plath. Fue él quien  supervisó la publicación de sus manuscritos, incluyendo Ariel (1966), también el volumen The collected poems, publicado en 1981.  Con el paso de los años, a la vez que alimentaba una obra personal, Ted Hughes se vio perseguido por la sombra de Plath. Sus lecturas y conferencias, como cuenta Eduardo Lago, se veían habitualmente interrumpidas por el grito de asesino.

Ya enfermo de cáncer y consciente de que moriría, Hughes publicó Birthday Letters (1998), un libro dedicado a su esposa y  a los dos hijos comunes.

Ya enfermo de cáncer y consciente de que moriría, Hughes publicó Birthday Letters (1998), un libro dedicado a su esposa y  a los dos hijos comunes. En sus páginas, Hughes evoca su relación desde el momento mismo de su encuentro, en una fiesta. "Eras un nuevo mundo. Mi nuevo mundo. Así que ésta es América, me maravillé. Hermosa, hermosa América", rezan los últimos versos del poema que rememora la primera vez que hicieron el amor. Después de años de silencio, el poeta contó en ese libro las intimidades, las tensiones y progresivo deterioro de una de las relaciones literarias más trágicas.

Pero la muerte, que siempre obra con modos irónicos, se encargó de enroscar todavía más trágicamente el recuerdo de Plath y Hughes. En 2009, diez años después del fallecimiento del poeta, Nicholas, uno de los hijos del matrimonio, también se suicidó. Al poco tiempo, en  2010, Melvyn Bragg encontró entre los cuadernos de Hughes un poema titulado Última carta, un testimonio trágico de la obsesión de Hughes por tratar de fijar el suicidio de Sylvia Plath. Un actor profesional leyó el poema, que había sido publicado en el New Statesman, durante la emisión de noticias del Canal 4 de Televisión. “Una voz como un arma elegida/ o una inyección medida con cuidado/transportó fríamente cuatro palabras hasta el fondo de mi oído:/su esposa ha muerto”.

En 2009, diez años después del fallecimiento del poeta, Nicholas, uno de los hijos del matrimonio, también se suicidó.

Resulta complicado asomarse, así librescamente, a vidas castigadas. La de Plath y la de Hughes. Ella, una mujer que para cantar sus mejores poemas vació la despensa de la cordura y el corazón. Sus obsesiones y varios intentos de suicidio fueron acumulándose en su alma como el polvo negro de un hueso enfermo. Su vocación poética como un arma que ella apuntó hacia sí misma.  Él, alguien que arrastró por igual su propio dolor y la culpa que otros cargaron sobre sus hombros.  La vida como una paliza dejó aquel montón de huesos rotos en el camino: los de él, los de ella.

En vida, Sylvia PLath sólo publicó El coloso (1960).  La campana de cristal (1973), se editó años después con el pseudónimo Victoria Lucas. Según la crítica, esos libros –comparados con el resto de la obra de Plath- eran sólo versiones blandas de una escritora que golpearía duramente en sus escritos póstumos. Se ha debatido, siempre, si el influjo literario de Hughes no obró en su voz un efecto negativo que sus propios poemas corregirían con el tiempo.

En 1982, al  año siguiente de la publicación de su poesía reunida, Plath se convirtió en la primera poeta en ganar un Premio Pullitzer póstumo.

En 1982, al  año siguiente de la publicación de su poesía reunida, Plath se convirtió en la primera poeta en ganar un Premio Pullitzer póstumo. Conocimos de ella una voz que llegó envuelta en el humor potente de los moribundos, voces que se hacen todavía más fuertes una vez que tenemos la certeza de las circunstancias que rodearon una vida y una obra. No se trata de pensar que el suicidio hizo de Plath la magnífica poeta que es, sino  lo contrario: que ella consiguiese forjar una obra, a pesar de su potentísima y amenazante sensibilidad.

 Recientemente, la editorial Nórdica publicó una magnífica edición bilingüe e ilustrada de Tres mujeres, un poema escrito para ser leído en voz alta y que tiene como tema central la maternidad, que en sus versos luce tan devoradora como inevitable. Escrito a través de tres voces –la mujer que centra su realización en ser madre, la que sufre por no poder serlo y a que lo es a su pesar- el poema revela a una escritora que leemos con la sensación de que nos arranca la piel. En sus versos, la vida se convierte en reguero y herida.  En 1962, un año antes de su muerte, Plath leyó Tres mujeres en la BBC, en aquellos años ella empezó a concebir su poética con un mecanismo oral que en este libro se impone, potente y lacerante. “Muero sentada. Pierdo una dimensión”, escribe Plath, oscurísima semilla “a punto de estallar”. Entre ella y nosotros queda la tierra: la que separa su tumba de nuestros pies, la que cae a puñados sobre esta historia.

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