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Gastrópoli

Cocineros apasionados versus cocineros honestos

Joan, Jordi y Josep Roca en 2013 cuando su restaurante El Celler de Can Roca de Girona fue nombrado el Mejor Restaurante del Mundo - Gtres

Un hecho sutil y contemporáneo, que poco a poco ha ido desplazando el criterio y los argumentos a favor del mundo del marketing. Un momento singular, gracias a las nuevas formas de comunicación, en el que profesionales de la crítica y de la cocina comparten escenario divulgativo, siendo totalmente novedoso que los cocineros puedan comunicar por sí mismos de una manera cercana y directa, sin que sea expresamente necesaria la figura de un crítico para llegar a su público potencial.

El cocinero ha pasado de sentirse cuestionado por la crítica y no tener el control de su imagen, a dirigir su marca desde aspectos completamente nuevos. Parte del nuevo análisis culinario es un gran algoritmo cuyo origen son cientos de opiniones de bajo impacto, con las que crear un dato que posicione el restaurante, como por ejemplo hace TripAdvisor. Ya no importa lo que opine un señor serio con corbata, la información es ahora una gigantesca media aritmética generada por no se sabe quién ni con qué criterio, pero es anónimo y nos quita de esa incomoda sensación de cuestionar a nuestros, ahora ya, amigos cocineros.

Porqué esa es otra. La distancia afectiva entre crítica y cocina siempre había sido lo suficientemente amplia como para un crítico se pudiera poner por encima de un cocinero, algo que siempre les ha sentado a rayos, pero que formaba parte del paradigma de fiscalización y promoción que todos aceptaban. Pero ahora los chefs no necesitan per se el aval de la crítica, porque son figuras cercanas, accesibles y sus méritos culinarios cuentan con la admiración del gran público, que los ha conocido mucho más íntimamente después de todo el boom televisivo.

Sólo con este breve planteamiento, podríamos debatir durante horas sobre qué ha pasado, por qué y qué nuevo escenario se plantea a partir de esta teoría. De hecho los tres párrafos anteriores abren un melón de que dará pie a otros artículos donde desarrollaré el argumento en toda su amplitud, pero me gustaría llevar más lejos mi hipótesis.

El hecho de que una gran cantidad de público, más o menos experto o profano, haya pasado a aportar su opinión gastronómica a través de blogs, redes sociales o mensajería instantánea, ha supuesto cambiar la orientación del discurso, que pasa de la (supuesta) rigurosidad argumental de los críticos, a basarse directamente en la experiencia. El conocimiento acreditado de la crítica, que le aportaba cierto grado de objetividad, se ve sustituido por el concepto de experiencia, convirtiendose en una opinión totalmente subjetiva que nadie puede cuestionar, porque el origen es tan individual como el propio emisor. Ya lo dijo Clint Eastwood: “Las opiniones son como los culos. Cada uno tiene el suyo”

Experiencia es un término que órbita con fuerza y a gran velocidad alrededor de la gastronomía actual, y sus satélites son las emociones. Lo culinario ha formado un binomio brutal con las emociones, haciendo que la visita a un restaurante cree una gran expectativa respecto a la experiencia basada en las emociones. Ya lo hablamos en "La tiranía de la sorpresa", la gente ya no parece querer comer bien en un restaurante, lo que quieren es que les sorprendan.

Como consecuencia, el léxico gastronómico se acompaña ahora de un montón de terminología emocional que blinda la opinión con adjetivos superlativos que la hacen totalmente personal y única. Ya no importa si el plato que has comido estaba bien resuelto respecto a la técnica y el concepto (algo que requiere conocimiento, criterio y rigor), lo importante son las emociones que te ha provocado y eso no es discutible. Tampoco es que sea una opinión en sí misma, pero si sumas miles de testimonios más o menos consistentes (partiendo de la base que todo el que opina cree tener razón) y generas una media, de pronto el dato se ha convertido en una poderosa y única opinión de carácter aséptico, impersonal y sin peaje de responsabilidad.

Así pues, los cocineros han cambiado su discurso, adaptándolo a la nueva situación, salpicándolo de todas las emociones posibles, algunos incluso han usado la incomodidad como inspiración. Aparentemente, no hay mayor problema en todo esto, pero volviendo a la idea de que la crítica gastronómica desparece a favor del marketing, también las emociones han trasladado algo de vital importancia; los valores y los principios. ¡Ojo! No digo que hayan desaparecido, sólo que han dejado de usarse como argumento primordial, para ceder el protagonismo a las emociones.

Ahora los cocineros se definen, de manera casi unánime, a través de una de las emociones más intensas de la profesión: la pasión. No hay cocinero que se precie que no se identifique con esta emoción y no me parece mal, es una virtud interesante, lo que me preocupa es que, por contra, apenas se exhiben valores. Por cada diez cocineros que se declaran apasionados en primer término, apenas hay un par que se definan prioritariamente con el valor de la honestidad, y eso sí que me parece preocupante.

Otra vez nos encontramos con un factor difícil de medir, ¿cómo valorar una característica totalmente subjetiva del cocinero? No existen reglas para medir la pasión ajena, por lo que resulta difícil saber qué información conlleva esa emoción. Las emociones, todas, tienen un doble sesgo, por lo que la pasión puede de hacer que un cocinero cocine espectacularmente bien, pero no olvidemos que la pasión mal canalizada, en su versión más negativa y catastrofista, puede acabar provocando un asesinato. Pero además, las emociones están sujetas a fluctuaciones que las hacen más o menos intensas, por lo que un cocinero no va a sentirse igual de apasionado cada día. ¿Cómo cocina entonces un cocinero que se ha levantado ese día regulero de pasión?

Sin embargo los valores son atributos que otros nos tienen que adjudicar y que son bastante estáticos. No vale que alguien diga que es honesto, son los demás los que lo tienen que validar, algo que pasa con todos los valores y principios, desde que nos los trasmiten nuestros padres, hasta que decidimos cultivar los nuestros propios. Los valores son más fáciles de medir y evaluar, ya que contamos con más herramientas para ello (ética, religión, historia, cultura...), pero además son más estáticos. Uno no se levanta más o menos honesto en función del día, es un valor que se mantiene más o menos intacto en el tiempo.

Aquí es donde surge el planteamiento que me lleva al punto inicial. Recuperar la promoción de los valores gastronómicos, supone que alguien los tenga que evaluar, no como las emociones que son expresiones personales, subjetivas y variables, pero si no hay crítica gastronómica que ejerza ese rol, ¿qué o quién se encargará de hacerlo? ¿Seguiremos entonces dominados, unos y otros, por el modelo divulgativo de las emociones?

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