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España

La izquierda, los "sin papeles" y la sanidad universal y gratis total: ¿quién paga la fiesta?

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y la ministra de Sanidad, Ana Mato.

Con la ola de calor que nos invade, la izquierda española se ha echado de nuevo al monte enarbolando la bandera de la sanidad universal y gratuita, sin ningún tipo de restricción, sean nacionales o extranjeros quienes la reclamen, hayan o no contribuido al mantenimiento del sistema sanitario público. Barra libre. La Sanidad es, con la Educación, las fortalezas en las que una izquierda ideológicamente desnortada se ha hecho fuerte, el campo de batalla ideológico en el que parece resuelta a morir antes que pactar, las esferas de pensamiento en las que dicta norma moral frente a una derecha a la que pretende hacer pasar por un grupo de sádicos que disfrutan quitando derechos al prójimo, entre ellos, naturalmente, el de acudir al centro de salud más cercano.

La batalla, que en pleno agosto se está jugando en los medios de comunicación de uno y otro bando, ha saltado ante la inminente llegada del 1 de septiembre, fecha en la cual entrará en vigor una de las propuestas del Real Decreto-ley 16/2012 de abril de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud, en concreto la que se refiere a que, a partir de entonces, los inmigrantes en situación irregular, los popularmente llamados “sin papeles”, quedarán privados de asistencia sanitaria. La cifra de afectados ronda las 150.000 personas, nada más y nada menos, lo cual plantea, como primera providencia, la pregunta de cómo es posible que semejante ejército pueda moverse en libertad en nuestro país en condiciones de alegalidad, cuando menos, y ante las barbas del ministerio del Interior.

Que el Gobierno pretenda hacer pagar a un irregular para ser atendido ha provocado la santa indignación de la progresía

Hace días supimos que la titular de Sanidad prepara una orden para que los “sin papeles” puedan ser atendidos en hospitales y centros de salud previo pago de una cuota anual de 710 euros (menores de 65 años), y de 1.865 euros (mayores de esa edad). Que el Gobierno pretenda hacer pagar 59 euros mensuales a un irregular para ser atendido ha provocado la santa indignación de la progresía patria, a los que la iniciativa les parece simplemente un atropello. La pura realidad es que nuestra Sanidad Pública es una caldera financieramente a punto de explotar, que no paga a sus proveedores y que acumula un agujero (otro de esos pozos sin fondo, caso del déficit tarifario de las eléctricas, cerca ya de los 25.000 millones, a los que nadie sabe cómo meter mano) a finales de 2011 cercano a los 17.000 millones que bien podría estar en los 22.000 a fines de 2013. Expertos de derecha e izquierda vienen coincidiendo desde hace tiempo en la necesidad de estabilizar el gasto sanitario, so pena de colapso total. Gente tan sensata en el PSOE como Julián García Vargas o Jordi Sevilla, ambos ex ministros, que han estudiado el tema con detenimiento, comparten el diagnóstico y la urgencia de poner coto a la situación.   

Como en la mayoría de los países desarrollados, la factura sanitaria española crece más que la capacidad de subir impuestos y/o cotizaciones sociales, lo que explica el debate del copago, el control de gastos, el racionamiento de ciertos tratamientos, etc. Los costes aumentan tanto en la vertiente de la oferta -nuevas y más costosas terapias y herramientas diagnósticas,  nuevas disciplinas médicas, etc.-, como en la demanda –mayores  expectativas de salud, envejecimiento de la población, mayor presencia de enfermedades ligadas a los estilos de vida, etc.-, con la peculiaridad, además, de que, a diferencia de otros rubros, la satisfacción de la demanda en el sector sanitario lejos de apaciguarla, actúa propulsando la demanda futura.

La situación se ha deteriorado de forma dramática a cuenta de la crisis económica y la consiguiente caída de ingresos fiscales, lo que hace imposible mantener una serie de servicios sociales, so pena de recurrir a engordar la deuda, una vía cerrada a cal y canto desde hace tiempo. En los 10 años que van de 1999 a 2009 (última estadística disponible) hemos asistido a lo que algunos califican de “burbuja sanitaria”, en la que el gasto público real por persona ha crecido por encima del 49%, cuatro veces más deprisa que el PIB, pasando del 5,3% al 7% en 2009 (Datos tomados del informe de PwC “Diez temas candentes de la sanidad española para 2012”). ¿En qué se ha invertido tanto dinero? Básicamente en personal sanitario (que en los hospitales públicos ha crecido un 20% en la década y su salario real promedio más de un 21%) y en  medicamentos.

El Estado dedica a Sanidad el 36% del gasto presupuestario

Según datos de Hacienda, los recursos destinados a Sanidad representaron en el período 2007-2010 el 36,1% del gasto total previsto en los PGE, situación que aboca a cualquier Gobierno responsable a frenar en seco la deriva vía ajustes drásticos del gasto (con especial atención al despilfarro diario en la asistencia sanitaria), para empezar, y reformas en profundidad en el medio y largo plazo, porque es evidente que solo con ajustes no se solucionan los problemas de fondo, necesitados de reformas radicales tendentes a la búsqueda de la racionalización y eficiencia sanitaria, con la vista puesta, como ocurre con las Pensiones, en la sostenibilidad del sistema.

Resulta francamente difícil llegar a acuerdos de fondo con una izquierda que sigue anclada en el eslogan y la radicalidad

El problema, complejo y lleno de matices, se complica hasta el paroxismo por la dificultad, se diría que insalvable, que en España supone alcanzar un gran pacto entre las fuerzas políticas en las tres o cuatro cuestiones básicas -Educación, Sanidad, Pensiones- que definen un marco de vida en común. Con la Sanidad transferida a las CC.AA., las reformas necesarias son de tal calado que será imposible abordarlas sin ese gran impulso nacional. Seguramente las culpas están repartidas. Cuando gobierna el PSOE, el PP se niega a los acuerdos, y a la inversa sucede cuando manda el PP. (En su discurso de investidura, Rajoy habló de un “Pacto por la Sanidad” con todas las partes involucradas). Dicho lo cual, resulta francamente difícil llegar a acuerdos de fondo con una izquierda que sigue anclada en el eslogan, la radicalidad, el buenismo tontuno zapateril y, lo que es peor, en la concepción de una sociedad estatista que desprecia al individuo como ser libre responsable de sus actos y, por ende, capaz de optar por una educación y una sanidad propias, porque, en la cosmovisión socialista, es el Estado el que debe proveer todos los servicios y, además, hacerlo gratis total. Hablamos de un sistema público de Salud de acceso universal, para españoles o extranjeros, tengan o no derecho a la prestación.

Por culpa de los prejuicios ideológicos de unos, la vista gorda de otros y la dejación de responsabilidad de casi todos, el relato de los usos y abusos en la utilización del sistema asistencial sería interminable, abarcando desde el nórdico que llega a España dispuesto a practicar “turismo sanitario” y operarse de prótesis de cadera, hasta el emigrante que, padre de familia, cruza el Atlántico para regresar a su país de origen donde la economía está creciendo a buen ritmo, pero que deja aquí a parte de su familia, prole incluida, para seguir utilizando unos servicios educativos y sanitarios de gran nivel, cuya financiación drena una cantidad ingente, siempre creciente, de recursos públicos. La izquierda, con la visión maniquea que le caracteriza, dice entender el problema sotto voce, pero se rasga las vestiduras y se echa a la calle cuando un Gobierno de la derecha pretende estabilizar financieramente el gasto.

El populismo de los “Cebrianes” y sus apoyos empresariales

Con el Parlamento de vacaciones, la izquierda mediática ha pisado a fondo el acelerador de la demagogia estos días: “Una sanidad para ricos y otra para pobres”, “Gobierno sin alma”, y por ahí. Son los mismos medios que jalean las aventuras del intrépido jornalero Sánchez Gordillo, que ha hecho de Marinaleda su particular Edén comunista con cargo a las subvenciones de la Junta de Andalucía. Los mismos que exigen la continuidad del Plan Prepara y sus famosos 400 euros: “Estamos desesperados porque a los niños no les falte de comer” (grueso titular de elpais.com, con declaraciones de una pareja sevillana). Los mismos, también, que ponen de chupa de domine a un Ejecutivo que, con cargo al dinero del contribuyente, repatría a España a unos cooperantes del Sahara ante la urgencia de un supuesto secuestro, pero que, llegados a Barajas, se descollonan literalmente de su “salvador”, le hacen pedorretas y anuncian a bombo y platillo que piensan volver. Y vuelven, claro está. ¿Quién paga la factura de la solidaridad de los progres con los pobres del mundo? Evidentemente, los millones de españoles y sus familias a quienes el Estado detrae una parte importante de sus ingresos en impuestos, y que tal vez no estén dispuestos a que con su dinero se opere a un europeo rico o se atienda a un “sin papeles”, porque ellos mismos, en su libérrima capacidad de decisión, son capaces de programar sus propias obras de caridad sin que nadie se las imponga.

Todo lo cual viene a corroborar una vez más las dificultades con las que tropieza este Gobierno, cualquier Gobierno que en España pretenda poner orden en las cuentas públicas y racionalizar el gasto de los servicios esenciales que presta el Estado. Lo difícil, en definitiva, de aplicar una auténtica disciplina presupuestaria y, por ende, alcanzar los objetivos de déficit. Lo preocupante del caso, de acuerdo con opiniones muy autorizadas, es que hay una parte no desdeñable del establishment patrio, incluso empresarial, que consiente, cuando no respalda, este populismo barato que a diario desparrama la prensa de izquierdas, con El País y la SER a la cabeza, un populismo muy peligroso para un país en la delicada situación del nuestro. Me refiero a millonarios como Juan Luis Cebrián, amo del grupo Prisa, y a las grandes empresas y bancos que desde hace meses forman parte de su accionariado y que, por acción u omisión, comparten el populismo chusquero del “Estamos desesperados porque a los niños no les falte de comer”. ¿Le faltará a Cebrián de comer?

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