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Tururú Pizzi

Ya sonó raro su aterrizaje en el Atlético en aquel no tan lejano rocambolesco verano de 2011, cuando el club rojiblanco se declaró sin disimulo agencia de compraventa de jugadores (llegó a realizar entre fichajes, traspasos y cesiones, hasta 31 operaciones). Pizzi apareció inicialmente en calidad de cedido por sólo tres meses (finalmente un año) procedente del Sporting de Braga, adonde a su vez se marchaba a préstamo Fran Mérida. A diferencia de nombres que entonces tuvieron un paso fugaz por el Calderón, casi invisible, como Olaleye, Julio Alves o Rubén Micael, el extremo de la factoría Mendes al menos fue contratado con plaza en la primera plantilla.

Pese a su condición de jugador de banda con buen regate, Manzano apenas recurrió a él. Tampoco fue luego del gusto de Simeone cuando al fin esas navidades el club decidió corregir su error a sabiendas en el banquillo. Así que un curso después, el pasado verano, el Atlético, o quienes lo manejan, decidieron cederlo al Deportivo, donde el agente del futbolista demostró tener influencia y mando. Pizzi sí pudo correr por Riazor. Y brillar. Cuajó una primera vuelta espectacular y dejó para la memoria unos cuantos goles maravillosos, especialmente uno de falta directa ante el Barcelona. 

En octubre pasado, el Atlético hizo saber que ejercía la opción de compra por el jugador (bueno, por el 63 por ciento de sus derechos) a cambio de 13,5 millones de euros (a pagar en cuatro temporadas). Una cifra que sonó a barbaridad estando como estaba la tesorería del club rojiblanco en los huesos. Un anuncio que multiplicó por cinco la sensación de operación extraña que rodeaba al jugador. La noticia, sospechosa de ingeniería financiera, fue acogida por unos con perplejidad y por otros con escepticismo. Pero como el chico sí demostró tener cualidades interesantes para el fútbol, su enigma contractual se dejó a un lado.

Parecía Pizzi ahora una buena opción para mejorar una plantilla necesitada como la del Atlético en un momento en el que el club se muestra reacio a fichar. Hasta Simeone gritó contra la pasividad de sus jefes, reclamó en alto refuerzos. Y, sin embargo, casi sin mirar, por voluntad propia o empujado, no contempló quedarse con el bizco extremo portugués. Tras unas cuantas semanas buscándole una salida, el Atlético despachó el pasado viernes en su página web el adiós. Le bastó un párrafo: “Luis Miguel Afonso Fernandes, Pizzi, es nuevo jugador del Benfica después del acuerdo de traspaso alcanzado entre el Atlético y el club luso. El centrocampista portugués, que llegó a Madrid en el verano de 2011, jugó la pasada temporada cedido en el Deportivo de la Coruña. Desde el club le deseamos lo mejor en esta nueva experiencia profesional”.

Lo que vende el Atlético es que Pizzi está incluido en la operación Roberto, otra historia que tal baila. Los madrileños recuperan (aunque para cederlo al Olympiacos) a un portero al que vendieron hace tres años al Benfica (se dijo que por ocho millones) y que ha jugado las dos últimas temporadas en el Zaragoza (otro club donde Mendes y los fondos que le rodean tienen mano). ¿Lo entienden? Las cifras que se cantaron en alto con el fichaje de Villa aquí de momento se han ocultado.

Sólo se sabe que Pizzi como vino se va. Envuelto en el misterio. ¿Ha sido el Cholo el responsable de su salida o decidieron otros por él? ¿Tiene sentido comprarlo por tanto en octubre para entregarlo en julio sin catar? ¿Fue realmente alguna vez jugador del Atlético?  Los madrileños son en parte todavía un club de fútbol, lo prueban los títulos recientes. Pero también son una excusa, una entelequia. Casos como el de Pizzi son los que hacen dudar, los que retratan al Atlético como una simple coartada para mover jugadores.

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