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El abuso atlético de la fidelidad

Como premio a su fidelidad, que así reza el caradura eslogan, el Atlético les tortura una vez más. Una curiosa manera de compensar a los aficionados por su innegociable compañía, con el estrés, el desgaste y la humillación. Van siete finales en cuatro años (lo que descarta ya sí la buena intención) y los dueños del club siguen insistiendo y recreándose en un sistema de reparto de entradas que privilegia más la edad que la lealtad, invita a la picaresca y la bronca y condena gratuitamente al sufrimiento extremo a los resignados militantes. Si les obligaran a superar una pista americana o a saltar la valla fronteriza de Melilla esa gente también lo haría, aunque al fondo de la travesía sólo existiera también la incierta posibilidad de encontrar el objetivo prometido. Pero la ofensa no es de recibo. Sobre todo no es de este siglo.

Lo mismo es que el Atlético utiliza los ordenadores y la informática para descargar películas. O que prefiere lo artesanal. O simplemente es un grito rencoroso de ahora que se jodan. Y por eso somete a los aspirantes al viaje de Lisboa a pasar la noche acampados en la orilla del Calderón, a guardar cola o saltársela, para obtener, o no, el boleto de acceso. O quizás es que la escena tercermundista engorda el ego del propietario Gil Marín en alguno de esos anunciados viajes dando vueltas por la M30 en los que dice adentrarse. Pero la denigración no se sostiene.

Recostados en sus confortables colchones, quizás no les llegan a esos tipos los efectos de la desesperación y la impotencia de quienes los domingos acostumbran a animar en su misma dirección. No premian su fidelidad, abusan de ella. Si el criterio, discutible por otra parte, es privilegiar la antigüedad y el abono completo, hay mecanismos civilizados y ordenados para llevarlos a cabo en estos tiempos. No hace falta poner a prueba la paciencia y la fortaleza de los hinchas inscribiéndoles en un concurso de humor amarillo o haciéndoles tragar un puñado de gusanos. Ni cortarles el pelo al cero, hacerles correr el maratón u obligarles a pasar de rodillas por debajo de la mesa. Y encima sólo a unos pocos, eh, que hasta para ser sumisos hay que haber aprobado una oposición.

Quizás el sorteo al que han acudido los de la otra acera de la ciudad represente un criterio menos agradecido con los más constantes en su aliento, pero desde luego es un proceso más democrático e igualitario, trata a todos los madridistas por igual. Y sobre todo es más higiénico, más moderno, más civilizado, más respetuoso. Entre adquirir una localidad en pijama y zapatillas sin salir de casa y tener que pasar una noche a la intemperie o soportar una cola de diez horas todavía hay clases. El aficionado del Atlético, con Gárate a la cabeza, tiene conquistada la santidad.

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