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Cultura

Gonzalo Caballero, un matador en Casa de Fieras

El matador de toros Gonzalo Caballero, en la biblioteca Eugenio Trías, antigua Casa de Fieras, en El Retiro.

"Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde -como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante"

Jaime Gil de Biedma

Gonzalo Caballero (Madrid, 1991) cruza la avenida Menéndez Pelayo a paso veloz. No va de luces, al menos no esta tarde. Viste una americana azul que de solo verla dan ganas de desmayarse. El termómetro marca 40 grados. Pero él parece inmune a este y a cualquier otro infierno; será porque ha atravesado unos cuantos. La biblioteca Eugenio Trías del parque El Retiro, antigua Casa de Fieras, como se llamó al zoológico que mandó a construir Carlos III a finales del siglo XVIII, es el lugar perfecto para esta conversación. Aquí se juntan dos reinos: el de los libros que pueblan sus estanterías y el de los animales que alguna vez habitaron sus jaulas, hoy vacías. Hay furia en ambos. Y si de algo sabe este chico es de bestias. La primera de ellas, probablemente, la que lleva dentro. Acaso por eso lleva siempre las mandíbulas apretadas, como si sujetara una presa entre los dientes. 

La antigua Casa de Fieras es el sitio acordado para esta conversación. Aquí se juntan dos reinos: el de los libros y los animales que habitaron sus jaulas. Si algo conoce Caballero es la furia de ambos mundos

En el momento en que esta entrevista sucede, ha transcurrido apenas un mes y diez días desde la séptima corrida de San Isidro. De aquel 12 de mayo, Gonzalo Caballero conserva en el muslo izquierdo una cicatriz de 25 centímetros, el botín de su segunda aparición en Las Ventas como matador. Una tarde en la que quedó claro que, a veces, venir a darlo todo no siempre es un latiguillo, sino el mismísimo látigo del que habla Truman Capote en Música para Camaleones: aquello de que cuando Dios da un don, también da un látigo, para que el poseedor de una gracia excepcional no olvide jamás que el goce de un talento exige la capacidad de atizarse. Y así lo hizo Gonzalo Caballero.

En la faena de muleta, Caballero se plantó por el lado izquierdo. El astado del Ventorrillo tiró un derrote seco, prendió al torero por la cara interna del muslo. Lo lanzó por los aires, ensartándolo como si fuera un bizcocho y enterró el pitón hasta llegar al fémur. La cuadrilla intentó llevar a Caballero a la enfermería, pero el muchacho no se dejó. Como una bestia, dio coces en el aire y se resistió entre protestas y empellones. Tenía que matar. Y así fue. Con un pequeña corbata apretándole el muslo cual improvisado torniquete, el diestro cogió la espada, se colocó en el sitio y empujó con la poca fuerza que le quedaba. Aéreo, un negro listón de 490 kilos, cayó en la arena. Sólo entonces, Caballero se fue a la enfermería por su propio pie.

Hay cierta ironía al ver a Gonzalo Caballero caminar esta tarde por La Leonera, antigua estancia de jaulas dedicada en la actualidad a la lectura. Acaso porque el novísimo matador se conduce despojado del aire dramático y solemne de sus paseíllos o porque la distancia que existe entre la persona que cruza el albero y el que elige ahora un libro abre ese difícil acordeón para que sea más sencillo encasillarlo que entenderlo. Caballero, que lo mismo entró a matar sin muleta siendo novillero en el San Isidro de 2015 o aceptó su alternativa de un día para otro en la Feria de Otoño pasada, habla hoy con una mezcla de humildad y discreción; pero también de gravedad y afectación. De cuando en cuando, peina con la mano un flequillo que nunca ha dejado de estar en su sitio. Caballero lleva un peinado coqueto, perfecto, que él acomoda con insistencia. En el gesto hay vanidad. Hay eso que tienen los personajes extraños. Y él lo es. En él habita la contradicción. En su rareza hay una historia.

Aficionado a Calderón de la Barca y a la escritura, Caballero habla sin la solemnidad de sus paseíllos, a veces con humildad y en otras con afectación. En él, que lo mismo entró a matar sin muleta como remató al límite una faena, habita la contradicción. En Gonzalo Caballero hay una historia

Aficionado a Calderón de la Barca, a la lírica en general –sí, hay lirismo, adolescencia y cierto pintoresquismo en la personalidad de Caballero, todo sea dicho–, el matador asegura que busca en la escritura tanta libertad como en el toreo a solas en el campo. Ahí –donde nadie lo observa- dice él encontrar un ritmo, una cadencia, una transformación. El lento obrar de quien piensa una frase y la ejecuta en ese movimiento de la mano que se desliza sobre el papel. La mente que consigue su forma en una extensión del cuerpo, ya sea con un lápiz o un trapo -la muleta-, Gonzalo Caballero hace lo que todos aquellos que crean, los que -a fin de cuentas- arrancan algo de un lugar abstracto, los que confeccionan un engaño, desde una caligrafía hasta una verónica, aunque en su caso el asunto siempre manchará, romperá y rasgará. Esa mucha verdad que acaba en el quirófano. O en el cementerio.

Escuchar la palabra transformación en boca de quien sostiene un libro de Kafka y lleva una cicactriz de 25 centímetros todavía sin cerrar invita a rebañar la tarde con gasolina. Sin embargo, quien oye a Gonzalo Caballero también se lleva la mano al cinto; apela a la duda; se pregunta una y otra vez cuánto de personaje, cuánto de artificio hay en él. Muchos se refieren al joven matador madrileño como ‘el místico’ y  aunque hoy Gonzalo Caballero no viste de luces, aunque no haya en su ropa una sola lentejuela cosida con hilo de oro, algo en él refulge, algo extraño, algo que recuerda al Gil de Biedma de No volveré a ser joven: "Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde -como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante (…) Dejar huella quería/ y marcharme entre aplausos/ -envejecer, morir, eran tan sólo/ las dimensiones del teatro".

Si esto ha de ser una entrevista y si las entrevistas tienen, acaso, un tema o un hilo que las lleva o las trae como a Teseo en el laberinto, será justamente el poema de Gil de Biedma la hebra que lleve y traiga el curso de todo cuanto sea dicho esta tarde. Sí: ese será el estambre; ese y no otro. "Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde -como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante (…)". Dicho esto: sea usted, lector, bienvenido a Casa de Fieras.

-Quienes lo vimos hacer el paseíllo este San Isidro notamos, desde el capote,  que iba dispuesto a todo... pero no hasta tal punto. ¿Qué pasó?

-Curro Robles, banderillero de mi cuadrilla y amigo muy cercano, alguien fundamental en mi vida, sabía lo importante que era ese día para mí. Cuando vi cómo salieron los dos primeros toros aquel día, le dije: 'Curro, hoy toca ir para adentro'. Quizá suene fácil que lo diga ahora, porque ya ha pasado todo. Pero la realidad era ésa. Por el lado izquierdo, el toro me iba a coger. Así que la única manera era ponerme de verdad. Está claro que en cualquier otra plaza no lo hubiese hecho, pero esto era Madrid, que me lo ha dado todo. Madrid es el templo. Cuando me empecé a cruzar, di dos pasos hacia delante. Pensé: si me va a coger, que sea de una manera en la que me sienta orgulloso. 

-¿Qué le dijo a su banderillero, Curro Robles, mientras daba patadas en el aire para que lo dejara terminar la suerte de espadas?

-Cuando Curro llegó a ayudarme dijo que veía la sangre muy oscura. 'Por mis hijas, Gonzalo, (yo amo a sus niñas), salte de aquí'. Y yo le repetía: 'que me dejes, que me dejes'.

-¿Aquello era adrenalina? ¿Euforia? ¿Nervios? Pero, intente ser sincero, ¿qué era aquello?

-Cuando me puse en pie -Caballero no duda en sus recuerdos, como si los llevara aprendidos-, cerré los ojos y empecé a pensar cuánto me había costado llegar a Las Ventas de matador, otra vez. No estaba dispuesto a irme así, a no terminar. Sencillamente no estaba dispuesto. Así que pensé: o salgo a hombros, o salgo….

Descubrir, escarmentar

Gonzalo Caballero vive entre Sevilla y Madrid. Aunque también podría decirse que levanta su hogar en cada habitación de hotel donde se pone el traje de luces. La última vez lo hizo en el Hotel Victoria, en el madrileño Barrio de Las Letras. Eligió el lugar acaso por el bullicio de las calles, porque le pueden los endecasílabos, porque se le sale lo colchonero –la fuente de Neptuno está apenas tres calles más abajo- o porque las prisas de otros le recuerdan que debe ir más despacio. "Necesito acercarme a las ciudades para recordar lo importante que es para mí la lentitud del toreo", dice rodeado de sillas vacías.

Caballero nació en Madrid, un 21 de diciembre de 1991, justo el año en que Luis Aragonés regresó como entrenador al Atlético de Madrid de sus amores. Es el segundo de tres hermanos. Para este chico, lo del 'Atleti' es un afecto. Y vaya que quieren al diestro en la ribera del Manzanares; y no es para menos. Todavía con los puntos de la cornada de este San Isidro, Gonzalo Caballero se fue a Milán a dar ánimos a los de Simeone, y eso que los rojiblancos volvieron con las manos vacías tras caer ante el Real Madrid por segunda vez. Pero eso no es todo. En el repertorio de los afectos apaches hay más.

"Si decidí ser torero, fue una tarde en la que vi torear a José Tomás en Linares. Viví una sensación que jamás había experimentado. Mientras todos nos moríamos de miedo, él parecía estar más allá de todo. A mí me parecía ver a un Dios"

Tras la derrota en la final de Champions de 2014, y para subirle la moral a los atléticos, en el paseíllo de la tercera novillada de San Isidro, Gonzalo Caballero vistió el capote de paseo del Centenario del Club. "Ese capote fue un regalo que le hicieron a Jesús Gil. Cuando el equipo perdió la final de Lisboa, decidí usarlo para dejar claro que el sentimiento no se achica con la derrota", dice Caballero, quien, antes de coger los trastos, jugó tres años como delantero. Lo hizo como Raúl González, pero a la inversa. Eso sí, siempre con la camiseta del Atlético debajo de la equipación merengue, al menos así lo explica entre risas.

A sus 16 años, Gonzalo Caballero tenía claras dos cuestiones básicas. Conocía las subidas y bajadas con las que la vida jalona los primeros afectos –había visto al Atlético de Madrid descender y ascender- y había recibido el fogonazo de las cosas primitivas, las que ocurren en multitud: las de quienes se descubren únicos entre la muchedumbre. Sin embargo, al tirar del estambre que adentra en el laberinto a quienes buscan su propio centro, lo que comenzó con los fuegos artificiales del asombro terminó, tiempo después, en el escarmiento de la experiencia. Mejor dicho: en la elección de cuánto habrá de durar ese escarmiento para obtener una recompensa; esa forma rara que tiene la vida de ofrecer las vocaciones.

-¿Qué hace que alguien quiera ser torero hoy? ¿Por qué? ¿Y para qué?

-Nadie en mi familia se había dedicado a esto. Mis padres eran aficionados. Seguíamos las retransmisiones en casa. Iba con ellos a la plaza de las Ventas en San Isidro. Pero, si de algo estoy seguro, es de que decidí ser torero, una tarde en la que vi torear a José Tomás en Linares. Viví una sensación que jamás había experimentado. Mientras todos nos moríamos de miedo, él parecía estar más allá de todo. A mí me parecía ver un Dios. Quise ser alguna ser capaz de transmitirlo alguna vez como él lo hizo conmigo. No lo olvidaré nunca. Fue un 27 de agosto.

-¿Qué edad tenía?

-16 años.

-En su profesión hay una contradicción. El torero se crea un personaje, a la vez que se sujeta en la idea de verdad ¿Cuál es el punto medio entre ambos?

-Ese es uno de los problemas. El toreo actual está un poco mecanizado. Ya no queda ese personaje del matador que quiere ser dueño de su camino. La forma en que yo tomé la alternativa, por ejemplo, fue de un día para otro. José Antonio Chopera, el antiguo empresario de Las Ventas, dijo que echaba de menos que alguien aceptara que el día más importante de su carrera ocurriera así.

-Su alternativa surgió porque tuvo que sustituir a Alberto López Simón, que recibió una cornada inesperada en la segunda de Otoño de 2015.

-Sí. Faltaban tres horas y media para el día exacto de mi alternativa, que fue el sábado. Eran las 8.30 de la tarde del viernes cuando me ofrecieron tomar la alternativa en Madrid.

-¿Tanto deseaba Las Ventas? ¿Tanto?

-Yo había rechazado todo esperando a que llegara esa oportunidad. Y a eso me refiero. Eso es lo que yo busco: la verdad. El toreo no es pegar pases. Es lo que está dentro de la plaza y fuera de ella.

-Pero eso entra en el repertorio del personaje. ¿Cuál es la conexión entre esa construcción y la vida real?

-Me gusta hacer las cosas no como las impone alguien más sino como yo las siento. Yo escribo prosa y poesía. No publico nada de eso, ni siento necesidad de hacerlo. Porque eso condicionaría mi necesidad inicial. Escribo con libertad y eso es lo que busco con mi toreo. Llegar a la plaza y entregarme al toro.

"El toreo no deja de ser un engaño. Es engañar al toro. Significa torear al público y al animal. Por eso decimos ‘ponte de verdad’. De eso trata el toreo puro. Por eso es la búsqueda de la autenticidad"

-La gente normal vive también de los demás. Usted también vive de un público. Y lo sabe.

- Por supuesto que vivo del público, pero ansío esa misma libertad con la que escribo en mi toreo.

- En una entrevista reciente, Zabala de la Serna le preguntó a Alejandro Talavante si existe un torero de nuestro tiempo. ¿Viven los toreros de espaldas a la sociedad? ¿Cree el torero vive en un mundo extinto?

-El torero puede que viva de espaldas a la sociedad. Por ejemplo, yo necesito soledad antes de ir a la plaza. Piensa una cosa: el toreo no deja de ser un engaño. Es engañar al toro. Significa, a su manera, torear al público y al animal. Por eso decimos ‘ponte de verdad’. De eso trata el toreo puro. Por eso es la búsqueda de la autenticidad. Cuando busco estar solo, es porque necesito probarme.

-¿Ve a lo que me refiero? Hay algo de ese misticismo que resulta … ¿cómo decirlo…? ¡Remoto! Casi extinto.

-Mi preparación fundamental para una tarde es estar solo, apartarme, irme a un árbol y  hacerme la pregunta: ¿vas a ser capaz de entregar tu vida para encontrar ese toreo puro? A veces, hay días en los que me respondo: ¡Pues no, cómo voy a ser capaz de entregar mi vida!

-¿Ser de verdad para ustedes significa no salir vivo de la plaza?

-Lo que quiero decir es que puedes engañar al público, puedes engañar al toro, pero no a ti mismo. Puedes salir a hombros pero llegar al hotel y sentirte infeliz, insatisfecho. El toreo es algo muy personal y tú eres consciente de cuándo te has entregado a un toro. Eso solo lo consigues cuando eres capaz de abandonarte. De olvidar el tiempo y el espacio donde estás. Es la entrega que ocurre con el animal.

-Los toreros tienen entre 20 y 25 minutos para sacarle a un toro quién es. ¿Es usted consciente de cómo se transforma en ese tiempo?

-Cuando llega ese momento de quedarte a solas con el toro, tienes que estar mucho más preparado para el fracaso que para el triunfo.

-¿Qué abunda en su carrera? ¿El fracaso o el triunfo?

-No es tan sencillo de responder. Puedo decir … -Caballero hace una de las pocas pausas de toda la tarde-… Puedo decir que hay dos momentos clave. Cuando me pegaron la cornada de Roquefort, que tuve que cortar la temporada, en 2013. En ese momento estuve parado mucho tiempo. Fue ahí cuando comencé a entender las cosas realmente importantes del toreo. Yo había debutado en Sevilla. A partir de ahí fui a Madrid, Pamplona, Valencia… Tuve la mala suerte de cortar muchas orejas, como si aquello de cortar orejas fuera muy fácil.

-¿A qué se refiere?

-Yo no estaba mentalmente preparado, ni estaba maduro. Porque aquí lo fundamental, lo que te se enseña, es el tiempo. Comencé a vivir con la obligación de cortar orejas. El segundo episodio que fue importante para mí, ocurrió después de cortar la oreja en San Isidro de novillero, cuando maté un novillo sin muleta.

-Fue una locura... ¿Por qué lo hizo?

-En aquellos días, estuve a punto de tomar la alternativa. Y no ocurrió. Quería la alternativa. Si había una forma de expresar lo que sentía, era así. También es cierto que aquella oreja en San Isidro me abrió muchas puertas. Me ofrecieron varias alternativas. Pero no quise. Quería Madrid. Era mi deseo. Mi apoderado me dejó, decía que yo no quería ser torero. Y no se trataba de eso. Yo quería Las Ventas. Me quedé desde mayo hasta septiembre parado totalmente. Estaba perdido. Quería expresarse y no podía. Imagina un pintor que quiere pintar y no puede. Pues bien: yo quería torear y no podía torear. Me fui a México, a tentar primero y luego a la Monumental. En el tentadero, me tomé dos tequilas antes de comenzar. Y quizá fue eso, no lo sé. Pero, después de tentar cuatro vacas, me sentí totalmente satisfecho. En la Monumental, me sentí muy cómodo. Volví a España, toree tres novilladas. Estaba con una ilusión fuera de lo normal. Llegó la alternativa, di muy buena impresión. Y retomé un camino.

- ¿No siente usted ganas, algunas tardes, aun vestido de luces, de tirar la muleta y echar a correr?

-Hay tardes en las que uno se viste de torero y sale a dar el paseíllo sin sentirse preparado. De esos días en los que llegas a la plaza y podrías seguir de largo, que te abran otra puerta y, directamente, salir de la plaza –Gonzalo Caballero se ríe, como quitándole hierro al asunto, pero inmediatamente aprieta las mandíbulas-. Tuve algunas tardes en las que ni quería tentar. Fueron los peores días. Llegué incluso a avergonzarme de ellos. Hoy ya no. Hoy, junto con escribir, tentar es lo que más me gusta. Torear sin gente. Torear a solas. Es como escribir. Cuando lo hago soy libre. Me da ritmo.

"Hay tardes en las que uno se viste de torero y sale a dar el paseíllo sin sentirse preparado. De esos días en los que llegas a la plaza y podrías seguir de largo, que te abran otra puerta y, directamente, salir de la plaza"

-Llevamos casi una hora de entrevista y todavía no me queda claro el abismo que existe entre el personaje que sale al paseíllo y la persona que tengo frente a mí. ¿Dónde comienza su personaje y dónde el muchacho de 24 años?

-El Gonzalo fuera del ruedo es así gracias al que está en la plaza y el que existe fuera de la plaza existe gracias al que está en el ruedo. Quienes me conocen saben cómo soy. Saben que cuando me llaman para torear no acepto ir de cualquier modo y eso ha sido, en buena medida, por situaciones difíciles, como las que viven todas las personas. He llegado, en determinadas situaciones, a pegarme con el capote y la muleta. Cuando eres capaz de asumir que estás en el barro, te replanteas. Porque, te repito, la condena más grande es no poder expresarte. Por eso creo que escribir me ha ayudado tanto a lo largo de todo este tiempo.

 Dialogar, ¿dialogar?, dialog...

Cuando esta conversación tuvo lugar faltaba todavía un mes para la muerte del torero Víctor Barrio en la plaza de Teruel. La noticia, que estalló la tarde del sábado 9 de julio, ocurrió con doble y desesperante impotencia: la que ensombrece a quienes entienden que la pérdida ocurre en una profesión en la que la muerte forma de quienes deciden dedicarse a ella conscientes de ese riesgo, pero también, en el doble agravio que supone que el fallecimiento sea despojado de toda compasión por quienes la usan para reafirmar un argumento. Nada de esto forma parte de las preguntas y respuestas que van y vienen al final de una tarde de verano. A pesar de eso, a pesar ignorar lo que habría de ocurrir casi treinta días después, la muerte es un tema que atraviesa, que conduce toda conversación, porque es la desembocadura del delta de la tauromaquia. La muerte es el mar al que van los toreros, los hombres y mujeres en general, pero los toreros con viento a favor. 

En una sociedad que ignora la muerte; que no quiere saber de dónde viene lo que come; que no consigue llegar a un acuerdo sobre un debate que solapa ideología y tradición, compasión y militancia, imposición y libertad, la pregunta sigue siendo la misma: ¿es posible sentarse a hablar? En ese terreno poroso, tan arenoso como inflamable, incluso un mes antes, las heridas supuran. Lo hacen todavía más tras recibir paladas de palabras que hicieron lo que la sal y los chorretones de vinagre. Aun así, incluso un mes antes de ocurrir todo lo terrible, el tema de los puentes, del diálogo con quienes se oponen a la tauromauia es una pregunta tan básica como necesaria.

-¿Qué piensa sobre los antitaurinos? ¿Es posible acercar posiciones?

-Hay hipocresía. La gente va a McDonald's y prefiere ignorar que esa ternera que se come entre dos trozos de pan creció en un corral de menos de un metro, cuando el toro de lidia vivecon un campo entero para él. Es además el único animal que puede morir matando, que puede pelear por su vida. Ningún otro puede. El toro de lidia puede demostrar su bravura.

-Pero entiéndame, hablo de dialogar.

-No se puede dialogar con alguien que no quiere. Alguno habrá que quiera. Pero la gran mayoría no está dispuesta.

-En el caso hipotético,  ¿usted acompañaría a un anti-taurino a conocer aunque fuese una parte de lo que se hace en el mundo del toro?

-Si hubiese posibilidad de mostrarles todo, desde el campo hasta como se prepara un torero, cómo vivimos, qué hacemos, que entendiesen, pues entonces podríamos hablar. Si ellos viesen cómo cada uno entrega su vida, el toro y nosotros, podrían comprender que lo que hacemos no es un asesinato.

 Que la vida iba en serio

La tarde mengua. En la biblioteca Eugenio Trías las salas de la antigua Leonera se vacían. En el parque El Retiro, el sol aprieta, pule los bancos y las fuentes hasta hacerlas estallar de puro brillo. Las fieras, las muchas fieras que alguna vez poblaron las jaulas clausuradas, todavía merodean como fantasmas. Sí, eso: fantasmas, espectros que viven en el corazón de los hombres y mujeres que atraviesan los senderos y esperan su turno en los semáforos; hombres y mujeres que suben a los autobuses; cruzan las esquinas y miran al cielo pensando quién sabe qué cosas.

En el mundo de quienes no van a trabajar vestidos de luces y con una espada bajo el brazo también ocurren tragedias y pequeños infiernos sin puerta grande ni agua servida en vasos de plata. Y es aquí, en este parque urbano, este enclave donde la vida intenta recordar la tierra de la que ha sido apartada, en esta dehesa que no es tal, es aquí,  donde una conversación con un joven y melancólico matador resulta, a la vez, absurda y esclarecedora, extravagante y luminosa. 

Gonzalo Cabalero se ha marchado, hace rato. Y quien está a punto de cruzar la avenida Menéndez Pelayo mira el extremo de un estambre imaginario, tira de un hilo que no ha llegado todavía al centro de nada. Adónde conduce el hilo de oro con el que se cosen los trajes de quienes se plantan en el medio de una plaza de toros. Adónde conduce el estambre del jersey que pierde forma prendido de una hipoteca sin pagar. Adónde va esa ruleta rusa de los que eligen. Sí: los que eligen entre vestir de oro o vestir de plata. Entre subir al autobús número 20 o el 26. Ya lo decía Gil de Biedma: "Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde. Como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante (...) Envejecer, morir. Eran tan sólo, las dimensiones del teatro". Bienvenido, lector, a Casa de Fieras. 

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Especial agradecimiento a todo el personal de la Biblioteca Municipal Eugenio Trías por acoger, desde el primer momento, la iniciativa de esta entrevista, así como por todos sus esfuerzos para coordinar y gestionar los horarios para el uso de los espacios en los que tuvo lugar esta larga conversación.   

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