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Cultura

Ignacio Peyró: “En Inglaterra el Rey, desde el principio, es criatura de la Ley y no creador de Ley”

El periodista y escritor Ignacio Peyró.

Cuatrocientas entradas; casi mil cien páginas y un índice onomástico de 30 folios. Más que una enciclopedia, esto es una epopeya. Se trata de Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa (Forcola Ediciones), un libro escrito por el periodista Ignacio Peyró, quien confecciona un artefacto erudito a la vez que curioso, tocado por un humor discreto. Concebido como una colección de textos enlazados con el tono del ensayo -breve-, Pompa y circunstancia habla por igual del espíritu liberal y pragmático de los británicos como de esos retratos mínimos que ilustran una cultura: desde el Aston Martin o el sándwich de pepino hasta Winston Churchill o Agatha Christie.

P de Parlamento; P de Paraguas; P de Polo y Picadilly, de Pompa… y circunstancia, claro. Libro de consulta más que de lectura continua, este Diccionario sentimental de la cultura inglesa delata a Ignacio Peyró como un corredor de fondo lo suficientemente ambicioso como para calzarse las zapatillas del pie de página y completar un recorrido a través de lo británico, eso que algunos podrán llamar temperamento, acaso una flema... que a veces se transforma en esputo y en otras en indiferencia, pero en la que se resume un halo de sobriedad y pragmatismo, también de contradicción... Es ahí donde Peyró ha decidido colocar la luz.

"Los ingleses fueron los primeros en poner límites al poder real. Desde el principio, el rey es criatura de la ley y no creador de la ley"

 ¿Puede la nación más liberal atesorar ese fervor monárquico? Sobre esa ambivalencia, contesta Peyró: “Quizá el secreto es que los ingleses fueron los primeros en poner límites al poder real. Desde el principio, el rey es criatura de la ley y no creador de la ley: por eso, la corona ha de someterse a ella”. Escandalosamente joven –Peyró nació en 1980- el autor de Pompa y circunstancia se comporta como alguien mayor. Y resulta curiosa la recuperación de la curiosidad enciplopédica, aparcada en un mundo lejano, casi extinto, que algunos considerarán demasiado falible y conservador. Columnista y redactor jefe de Cultura de La Gaceta de los Negocios, fundador y director de Ambos Mundos, un proyecto de periodismo cultural en Internet -que adquirió forma de libro- y actual miembro del Gabinete de la Presidencia de Gobierno, Ignacio Peyró presenta –acompañado por José María Lassalle- este diccionario sentimental este miércoles 14, a las 19.00 horas, en La Central de Callao, en Madrid.

-¿Por qué alguien de su edad -apenas 35- desentierra la curiosidad enciclopédica?

-En realidad tengo 34.

-Está bien 34. Igualmente joven para tanta flema.

-Hay un tipo de libros que los libreros nunca saben dónde colocar; en cambio, los lectores siempre saben dónde los tienen: son esos libros inclasificables, un poco fuera de género, de Ceronetti, de Morand, de Mauriès, de Lees-Milne, de Dantzig, de Sollers, de tantos otros… Confieso cierta debilidad y predilección por estos libros, a medio camino entre el viaje, las memorias, los diarios. “Raros y curiosos”, digamos; a veces muy personales, a veces simplemente de tema recóndito. Por supuesto, esto no quiere decir que Pompa y circunstancia vaya a figurar entre ellos; ni siquiera que uno lo quiera: cada libro tiene el destino que los lectores quieran darle, y es lo mejor que puede ocurrir. Pero, por insensato que fuera el propósito, creí que era una de esas locuras que valían la pena por mucho que su materialización fuera imposible.

"Por insensato que fuera el propósito, creí que era una de esas locuras que valían la pena"

-En las páginas de Pompa y circunstancia cita desde Thomas de Quincey o Gerald Brenan hasta el sándwich de pepino. ¿Qué es, realmente, este ciclópeo volumen?

-A veces, para saber lo que son las cosas, lo más instructivo es usar la vía negativa y decir lo que no son. Pues bien, Pompa y circunstancia no es, al modo de Madoz, un “Diccionario geográfico-estadístico-histórico”, sino un diccionario sentimental, literario. No sueña con encerrar toda la cultura británica en un volumen, sino con ofrecer fogonazos elocuentes de esa cultura. No trata de que nada falte o nada sobre, sino de aportar un aire de lo inglés. Y no aspira a la perfección, sino a un cierto encanto. Un gran crítico francés cifró su propósito en “leer cosas grandes y escribir cosas agradables”. Es lo que a uno le ha guiado siempre al atacar el teclado, y también al escribir Pompa y circunstancia.

-Vamos, un libro...

-Es un “libro de libros”, y por tanto, el trabajo en documentación y bibliografía, es decir, en lecturas, ha sido ingente. Creo también ser honesto al decir que ha sido lo más fastidiosamente riguroso que uno ha podido. Por expresarlo de otro modo, he querido que este libro fuera algo más que un capricho, y no he querido hacer pasar prejuicios personales por conocimientos contrastados.

-¿El cruce textos a la manera de ensayos breves? Asumo que fue deliberado.

-De lo que se trata es de darlo todo con una prosa placentera, dotada de ritmo y con un punto de sorpresa intelectual. Es decir, buscaba hacer un libro ameno, de lectura agradable, que recuperase un poco esa dimensión hedónica del leer por el puro gozo de leer. “Mezclar lo útil con lo dulce”, decían los antiguos. Por otra parte, uno pensaba que quizá los lectores agradeciesen que el volumen pudiese abrirse por cualquier página para empezar a leer por ahí. Por eso elegimos el formato de diccionario. Por último, he procurado combinar –en aras del equilibrio- entradas más largas y más cortas, más densas y más ligeras. Y cada entrada remite a otras para así amplificar la lectura. Al final, todo habrá valido la pena si el lector se lleva un cierto rastro de tantas sensualidades británicas: las tardes de verano con un Pimm’s, el gusto entreamargo de la cerveza en un pub, el crepitar del cuero en la biblioteca de un club… Por supuesto, esto es lo que uno ha querido; entre quererlo y conseguirlo, median varios mundos.

"El libro no sueña con encerrar toda la cultura británica en un volumen, sino con ofrecer fogonazos elocuentes"

-Elogio de lo británico. Asegura en el libro que muchas generaciones de europeos creyeron que todo aquello que provenía de Inglaterra gozaba una calidad y un prestigio superior. ¿Sigue siendo así?

-Desde Voltaire a Churchill, desde finales del XVIII a mediados del siglo XX, la anglofilia fue el “modo por defecto” de las elites mundiales. Inglaterra marcaba la pauta –sobre todo en su gran siglo, el XIX, de Waterloo a la Gran Guerra- con muy pocas excepciones: la pintura, la música, la gastronomía… Después de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, Reino Unido pierde peso geopolítico. Se va acabando el Imperio. El país está empobrecido. Las nuevas leyes, más igualitarias, terminan con las antiguas formas de vida aristocrática que todo el orbe había envidiado, y ese “iccolo mondo antico” de Inglaterra también se vería erosionado con el auge de los valores de la contracultura. La primacía institucional inglesa va dejando paso a otros puntos de admiración: primero, Estados Unidos; después, Alemania. Y el prestigio absoluto de sus mercaderías se disuelve: la misma globalización que había llevado los productos británicos por todo el mundo, de pronto vuelve insostenible su fabricación en Gran Bretaña. Larkin, el poeta, afirmó que Inglaterra había muerto en el 63. Por supuesto, es mucho lo que pervive, pero es cierto que toda anglofilia clásica –ya se fije en las corbatas o en las libertades- tiene hoy un punto de elegía.

-Usted lo ha dicho, muchas élites han profesado la lógica anglófila; aunque hay también un ala afrancesada e incluso otra germanófila. En el libro, cita a a los entusiastas Cánovas y Jovellanos ¿Quiénes recogen ese entusiasmo a lo largo de los últimos cien años?

-España no ha sido, tradicionalmente, país para anglófilos. Por supuesto, siempre pesa el recuerdo de las enemistades –casi metafísicas- del lejano pasado. Pero, ante todo, es por nuestra “forma mentis” francesa. Es una paradoja: Napoleón invadió España; Wellington vino, en buena parte, a rescatar la Península… Y sin embargo, el romance bilateral fue con los franceses que descubrieron y propagaron nuestro arte como nadie. Políticamente, España conoce dos “momentos británicos” con el restablecimiento de sus monarquías, primero en 1875, y luego cien años después. Nuestra propia monarquía parlamentaria sigue casi punto por punto el canon del gran teórico Bagehot. Y, ciertamente, no han faltado lugares concretos de nuestra biografía con una relación muy fluida, aunque no siempre fácil, con los ingleses: enclaves del País Vasco, de Cádiz, de Galicia… Casi todas las bodegas de Jerez llevan algún nombre británico, de Terry a Osborne. En cuanto a anglófilos-anglófilos entre nosotros, históricamente podemos citar a Leandro Fernández de Moratín, a Moret, al editor José Janés, a Ortega… y tampoco a tantos más.

"España no ha sido, tradicionalmente, país para anglófilos. Por supuesto, siempre pesa el recuerdo de las enemistades"

 -Asegura que la estructura política de Inglaterra es más partidaria de la mejora paulatina que del impulso revolucionario. Sin embargo, resulta contradictorio que una nación “liberal” sea tan monárquicamente fervorosa.

-Inglaterra es un país contradictorio. En efecto, es el más monárquico y, a la vez, el más intransigente con el abuso de poder. Sin embargo, el mayor genio británico ha sido precisamente –como apuntaba Augusto Assía, nuestro gran corresponsal en el Londres bombardeado por los nazis- el de convertir sus contradicciones en “comodín para el juego de la convivencia, la transacción y la armonía”. Lo de la realeza, ciertamente, puede extrañar: ha habido incluso reyes que no hablaban ni una palabra de inglés. Quizá el secreto es que los ingleses fueron los primeros en poner límites al poder real. Desde el principio, el rey es criatura de la ley y no creador de la ley: por eso, la corona ha de someterse a ella. Desposeída paulatinamente de sus poderes ejecutivos, a la corona no le queda más que la dignidad del símbolo. No se mete en la controversia política diaria. Si es de todos, es precisamente porque no es de ningún partido: como decía bellamente Walter Bagehot, el gran teórico de la monarquía, la corona es “la luz por encima de la política”. Y cuenta con una maravillosa ventaja para ganarse el favor de las gentes: “endulzar la vida pública con la justa adición de acontecimientos hermosos” (nacimientos, bodas, grandes ceremonias, etc). En definitiva, uno puede odiar a un poder arbitrario y despótico, y los ingleses han ejecutado y exiliado a monarcas; sin embargo, una vez que el rey es inofensivo, ¿para qué tomarse la molestia de odiarle?

-Las propias leyes son el resultado de un consenso sostenido en el tiempo, de un uso y costumbre. La pregunta es… ¿qué mantiene esa especie de pacto?

-La política inglesa ha sido la gran política de la reforma, y la reforma conlleva tanto impulsar el cambio como conservar lo que hay que conservar. Taine lo supo plasmar asombrosamente bien: Inglaterra es el país donde “las reformas se superponen a las instituciones, y el presente, apoyado sobre el pasado, lo continúa”. Quiero decir que es una nota de lo inglés –de su política y de su sociedad- mantener siempre un ojo en el retrovisor para ver de dónde se viene. Inglaterra es la tierra donde el pasado menos muere, y esto abarca hasta minucias sorprendentes: de pronto, se resucita una marca de colonias o de plumas que llevaba décadas enterrada. Volviendo a centrarnos en la política, es cierto que el ideal gentlemanesco llevaba consigo una cierta noción de « fair play », de juego limpio, de escrupuloso respeto a las normas. Eso, claro, facilita las cosas. Pero la libertad de conciencia, tan acendrada en el inglés, y su propio sistema parlamentario, facilitaban el disenso. Precisamente, la política era el modo de encauzar civilizadamente ese disenso.

"En Inglaterra siempre ha habido debates enconados y ásperas refriegas políticas"

-Que no es oro todo lo que reluce, entonces

-En el continente hubo un cierto mito al considerar desde lejos a Inglaterra: semejaba un remanso de paz, “igual que el mar más agitado parece, desde la distancia de una cumbre, un lago plácido”. Sin embargo, eso oculta que en Inglaterra siempre ha habido debates enconados y ásperas refriegas políticas. En verdad, es poco inglés que la sangre llegue al río. Y, de hecho, ningún país entró en la modernidad con menos sangre derramada. Lo digo en mi prólogo: “en los últimos dos siglos, Alemania ha conocido la monarquía, la república, el Reich, la partición en dos países de regímenes antagónicos y, por último, el modelo federal. Francia, por su parte, ha tenido una monarquía, dos imperios y cinco repúblicas. España, con sus invasiones, guerras civiles, dictaduras, dictablandas, transiciones y restauraciones, no ha sido menos en tumulto. Y, mientras tanto, Inglaterra ha vivido todo este tiempo en el discurrir de una monarquía parlamentaria asentada con firmeza, y sin un solo amago revolucionario desde el siglo XVII”. Sin embargo, el tiempo nos ha ido aproximando a todos los países. ¿Qué queda? Algunas cosas: el espectáculo de la dialéctica parlamentaria, la preparación de muchos de sus políticos, una gran cultura del consenso y la transacción, y el apego generalizado a las instituciones, incluso en estos tiempos.

-¿Cuál siente que es la relación actual de Europa con Inglaterra? ¿Sigue siendo Inglaterra, a su juicio, un tanto indiferente?

La insularidad pesa: Jim G. Ballard habla de las islas como “un estado del alma”, y J. C. Llop afirma que estimulan “la creación de un mundo autárquico”. Por así decir, una isla es un destino. Es algo que se ve hasta en la literatura inglesa, recorrida de islas, de la Utopía de Tomás Moro a Stevenson o Defoe. De todos modos, no hace falta recurrir a metafísicas cuando la política basta para explicar esa lejanía secular entre los británicos y el continente. Lo llamaron “espléndido aislamiento”. Tengamos en cuenta que el gran propósito británico, sostenido en el tiempo, es evitar hegemonías continentales que la puedan amenazar: pasó con Felipe II, pasó con Napoleón, y también con Luis XIV y con las dos guerras mundiales. Por otra parte, cuando Inglaterra era un Imperio, le importaba mucho más su condición de “potencia asiática” (Disraeli dixit) que de país europeo. Por último, no deja de observarse, a veces, un cierto complejo de superioridad cultural hacia ese continente que –según cierto energúmeno- dio al mundo “el Holocausto, la Inquisición y la Revolución francesa”. Seguramente ese alejamiento sea un hándicap: tras la Segunda Guerra Mundial, y con su prestigio moral por las nubes, Inglaterra pudo haber liderado el proyecto europeo, pero no quiso aprovechar la oportunidad.

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