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Cultura

'Los cuentos de la peste': el arte de fabular para salir corriendo de la vida

Aitana Sánches Gijón interpreta a la Condesa de la Santa Croce y Mario Vargas Llosa al Duque Ugolino.

"¿Crees de veras, como el señor Boccaccio, que encerrado aquí contando cuentos te librarás de la peste?", pregunta la Condesa de la Santa Croce, Aitana Sánchez Gijón, a su esposo, el Duque de Ugolino, interpretado por Mario Vargas Llosa. “No quiero resignarme a morir. Un ser humano no puede vivir sin ilusiones, Aminta”, responde el noble florentino con acento peruano. "Cuéntame un cuento, entonces, Ugolino, a ver si así haces el milagro y consigues sacarme de donde estoy", responde ella, entre retraída y viperina.

Las palabras que intercambian el Duque de Ugolino y la Condesa de la Santa Croce se dejan caer mientras ambos caminan alrededor de una fuente sin agua, como si en lugar de hablar estuviesen más bien a punto de batirse a duelo. Están en Villa Palmieri, el lugar donde ocurre la acción de Los cuentos de la peste, la adaptación libre que ha hecho el escritor y Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa del Decamerón de Boccaccio y que se presenta hasta el 1 de marzo en el teatro Español.

El Duque de Ugolino interpretado por Vargas Llosa no es un personaje vaciado en quien interpreta, es el escritor trasegado en la vasija de un personaje.

Dirigida por Juan Ollé, esta no es la primera obra en la que Mario Vargas Llosa se sube a un escenario –lo ha hecho ya tres veces-, pero sí la primera que interpreta un papel distinto al de un narrador o un Virgilio. En esta oportunidad Vargas Llosa interpreta a un hombre creado por alguien más. A sus 78 años, el escritor no se conforma con inventar una historia, quiere vivirla. No le basta sólo con ser el fabulador, necesita algo más parecido a la apropiación de una vida que a la invención de otra.

De ahí que su Duque de Ugolino no sea un personaje vaciado en alguien que lo interpreta, se trata del escritor trasegado en la vasija de un personaje. La diferencia, que no es anecdótica, se vuelve sin embargo secundaria. ¿En parte no hemos venido a eso: a ver a Vargas Llosa actuar? Pues sí. Se trata de un privilegio, a su manera extravagante, en el que no nos importa la destreza escénica del Nobel sino el cambio de registro.

Mucho ha de desear el peruano llevar a buen puerto este proyecto. Según él mismo ha dicho a la prensa: dejó a medias una novela en la que estaba trabajando y despejó su agenda entera de compromisos. Los cuentos de la peste es la cuarta producción que hace el Teatro Español de la dramaturgia de Vargas Llosa: primero fue La Chunga, protagonizada por Aitana Sánchez Gijón; luego Kathie y el hipopótamo, protagonizada por Ana Belén y El loco de los balcones, interpretada por José Sacristán.

Mucho ha de desear Vargas Llosa actuar: dejó a medias una novela en la que estaba trabajando y despejó su agenda entera.

¿Cuál es el atributo de Los cuentos de la peste? Pues justamente aquello que no se espera: el milagro de la ficción urdiendo su plan maestro. Encerrarse en un jardín para contarse y escuchar historias fue la forma que consiguieron los personajes del Decamerón para sobrevivir a la peste que azotó a Florencia en el siglo XIV. Bocaccio convirtió así al fabulador en la metáfora del superviviente y de esa idea se ha agarrado Mario Vargas Llosa para escribir Los cuentos de la peste, una representación de dos horas y diez minutos que consigue evaporarse, breve, en el artificio del relato.

Acaso sin sospecharlo, al menos en un comienzo, el espectador acude justamente para dejarse encantar, para perderse con la lógica episódica –oral- del relato –de la ficción- y huir así de la peste -ya sea la propia o la colectiva- que azota la realidad. Y podríamos decir peste como quien dice soledad, abatimiento, aislamiento, crisis, miedo o realidad. Porque el paro es, a su manera, una pústula en la ingle. La vida real como una pandemia de la que habría que huir y de la que habría que salvarse. Publicada por Alfaguara, Los cuentos de la peste es una pieza teatral inédita en la que Vargas Llosa explota el hedonismo, el amor, el deseo y la imaginación como esencia. Su intención, asegura, es extraer el espíritu del Decamerón: “la lujuria y la sensualidad exacerbadas por la sensación de crisis, de abismo abierto, de fin del mundo”.

Y podríamos decir peste como quien dice soledad, abatimiento, aislamiento, crisis, miedo o realidad.

En esta versión libre de Mario Vargas Llosa de los cuentos de Boccaccio, cinco personajes se encierran en Villa Palmieri para escapar de la peste, en una atmósfera que oscila entre realidad y ficción, verdad y mentira, lo alegórico y la literatura. La idea de trabajar a Boccaccio le asaltó a Vargas Llosa prácticamente desde hace años, cuando leyó el DecameronQuedó deslumbrado por el hecho de que un grupo de diez muchachos quisiera huir de una ciudad diezmada y cercada por la peste bubónica encerrándose en un jardín para contar cuentos. La fabulación como salvación.

En su versión, entre un relato y otro, los cinco personajes en escena fabulan a la vez que hablan entre sí sobre esa realidad más allá de Villa Palmieri. Una conversación entre dos de ellos, la juglar Filomena y el propio Bocaccio, emerge muy claramente el espíritu del desafuero como signo: “¿Por qué todas las historias que contamos tienen que ser sucias como la del monje Rústico y la cándida Alibech? ¿No hay historias de amor limpias y puras”, pregunta melancólica. “No, Filomena –responde Boccaccio. Todo lo que toca al amor termina siempre en humores viscosos, violencia y fornicación”, responde el autor dentro de su propia ficción. “Violencia y fornicación… Ésa es la vida y los cristianos tenemos que aceptarla tal como es”, apostilla el Duque de Ugolino en la aflautada voz de Vargas Llosa.

“La lujuria y la sensualidad exacerbadas por la sensación de crisis, de abismo abierto, de fin del mundo”

Ésa es, en buena medida, la gasolina que pone en marcha este enorme motor de ficción y fabulación; la picaresca y la sensualidad como signo de pudrición, de final, de escapatoria y supervivencia: aquello que brota del tiempo que nos ha sido concedido, del tiempo que se acaba, que caduca. Existe, sin embargo, otro tema de fondo: la naturaleza de las relaciones humanas. El Duque Ugolino tiene una relación de amor y sometimiento –una relación a mitad de camino entre el maltrato y el amor- con la Condesa de la Santa Croce, una mujer que siente por él desprecio a la vez que intenta rebelarse del amor tóxico -violento- que los une. Hay algo sin embargo en el personaje de Sánchez Gijón que conserva un aura espectral, que la marginaliza a la vez que la centra en la acción. Es una presencia que entra y sale, con una razón específica que aclara el desenlace de la obra.

La pareja de juglares –Pánfilo y Filomena-, magníficamente interpretados por Marta Poveda y Óscar de la Fuente, hacen que la obra fluya rápida e ingeniosa. El humor, la ironía, la sátira, la picaresca… todo eso consiguen transmitirlo ambos actores, capaces de hacer que el espectador se descubra riéndose a mandíbula batiente. La interpretación de ambos va de lo aeróbico a al ingenio, alternándose con la figura del propio Giovanni Boccaccio (Pedro Casablanc), quien entra en escena como la versión “deconstruida” de un hombre para quien la peste supuso su propia renovación creativa. Antes de la epidemia que azotó a Florencia, Boccaccio era un autor libresco, alejado de la vida y las calles y encerrado en el latín y las bibliotecas. Tuvo que venir la muerte para que él bajara a ensuciarse con el barro de la vida, el que consiguió plasmar en su Decamerón.

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