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Cultura

Foster Wallace: un santo laico al que los lectores rezan y los escritores imitan

Un 12 de septiembre de 2008 una soga le estranguló el cuello y dejó sin aire a una generación literaria entera. David Foster Wallace (1962-2008), exponente entonces de una narrativa que muchos vieron llamada a cambiar la literatura norteamericana, apareció colgado en el patio de su casa en Claremont (California). Lo encontró su mujer. Cinco años han transcurrido desde aquel día. Su silueta se balancea todavía pendular como una sombra sobre los lectores que le recuerdan, los escritores que le imitan y los cronistas que escarban en su vida.

A los pocos meses del suicidio de Foster Wallace, el editor David Remnick pidió al periodista D.T. Max un perfil del novelista para The New Yorker. El texto se publicó en la revista. Sin embargo, no fue suficiente. Había que entender o al menos intentar echar luces sobre este “santo laico que cautivó por igual a quienes le leyeron como a quienes no”, explica, en Madrid, D.T. Max, quien se embarcó entonces en el ambicioso proyecto Todas las historias de amor son historias de fantasmas (Debate), la primera biografía del autor, publicada hace un año en Estados Unidos y que llega ahora a España traducida por la editorial Debate. D.T. Max nunca le conoció personalmente. Pero dos cosas le empujaron a perseguir la historia de Foster Wallace: la primera, compartían la misma edad; ¿la otra…? La fascinación que produjo en él la lectura de La broma infinita (Mondadori).

En un español torpe pero entusiasta, el periodista norteamericano habla del reto que supuso reconstruir la vida de un escritor que no sólo permanece marcado, a fuego, por su trágico desenlace sino también por sus profundas contradicciones. Criado en una familia de clase media –hijo de profesores universitarios-, Foster Wallace estudió filosofía y escribió, con apenas 25, La escoba del sistema (1987), una novela que mezclaba la lógica modal, su interés por Wittgenstein y la profunda influencia de Thomas Pynchon. Brillante según quienes le dieron clase en Amherst College –universidad de la que tuvo que retirarse en dos ocasiones a causa de sus tempranas crisis nerviosas-, Foster Wallace tenía sin embargo una pulsión que se movía con igual intensidad en dos direcciones opuestas. Perfeccionista, inseguro, tan ególatra como maltratado por una autoestima endeble, el joven escritor construyó, a fuerza de disciplina, una obra que se caracteriza, como su personalidad, por un cierto carácter hambriento y desaforado, casi totalizante.

Foster Wallace tenía una pulsión que se movía con igual intensidad en dos direcciones opuestas: crear y destruir

Consumidor a la vez que crítico de la cultura de masas –Foster Wallace podía pasar horas mirando la televisión- escribió varios ensayos y textos sobre temas que iban desde los cruceros hasta las langostas, el porno o el deporte, pero también complejísimas narraciones cortas y novelas, todas ellas llenas de interminables pies de página, saltos, onomatopeyas. En ambos terrenos –la ficción y la no ficción- Foster Wallace reflexionó sobre la adicción de la sociedad norteamericana a la pasividad y el aburrimiento y volcó en ellos, también, cantidades ingentes de material autobiográfico. Dedicó parte de su pluma a las campañas políticas, los comedores compulsivos, los programas de televisión pero también a la matemática, la filosofía o las drogas –legales e ilegales-, estas últimas reflejadas en su titánica La broma infinita (1996), una novela de más de mil páginas que, según el propio D.T. Max reúne “todas las virtudes y los demonios de David de forma única e irrepetible”, lo que hizo que “todas sus obras posteriores quedaran a la sombra”.

Escribió por igual acerca de la filosofía, las matemáticas, el porno, los cruceros o los late night shows

Heredero de la libertad conquistada por la generación de sus padres y en parte la suya propia –fue un mujeriego empedernido, bebedor, drogadicto y cultivador de una imagen más grunge que académica-, Foster Wallace era tremendamente educado, formal y cortés. Sin embargo, ese mismo hombre capaz de pronunciar palabras como This is water asombró a muchos con un raro conservadurismo. Votó por Ronald Reagan y mostró sus simpatías por John McCain. Si bien es cierto después enfiló contra Bush, estas raras muecas tuercen el retrato de alguien que jamás podría ser retratado sólo con blancos y negros y del que D.T Max logra extraer un perfil sin concesiones ni sentimentalismos. 

En las páginas de esta biografía, pronto el lector se consigue con un joven y soberbio Foster Wallace dispuesto a ser el mejor en cualquier cosa que se propusiera –desde graduarse cum laude, que lo hizo, hasta jugar al tenis o ser profesor universitario-. A través de las cartas y del centenar de entrevistas realizadas por D.T. Max en su investigación, es posible ver a un Foster Wallace que, a la vez que se considera alguien llamado a escribir una gran obra, se machaca con la insistente idea de no poder escribir lo que desea. Estos rasgos se acentuaron, por supuesto, con la aparición de la fama y la aclamación literaria, de la que huía con la misma intensidad con la que la buscaba. “No le gustaba jugar el juego, pero conocía las normas y no le eran ajenas”, dice Max.

A pesar de vestir bandana y llevar larga melena, Wallace tenía un curioso conservadurismo

En Todas las historias de amor son historias de fantasmas (Debate) –título tomado de la novela póstuma El rey pálido (Mondadori)- D.T. Max consigue retratar a alguien que durante 22 años tomó antidepresivos y consiguió doblegar su adicción a las drogas y alcohol para producir una obra y a quien, sin embargo, “la capacidad redentora de su literatura” no logró salvar de la muerte. En las páginas de la biografía queda en el aire la paradoja: ¿Por qué se suicidó Foster Wallace? Había conseguido superar la adicción a las drogas, estaba casado, era conocido y razonablemente apreciado. ¿Fue acaso su decisión de dejar de tomar Nardil, un antidepresivo que no le permitía dedicarse de lleno a la novela que preparaba? ¿O decidió poner fin a su vida, aplastado por el peso de una novela que no se sentía capaz de terminar?

Al leer Todas las historias…, estallan las preguntas e incertidumbres sobre un personaje que todos sienten suyo pero que nadie conoce en realidad… ¿Existió un Foster Wallace personaje y un Foster Wallace persona? ¿Quién mató a quién? Ante la pregunta, D.T. Max reacciona: “¿Por qué preguntarse esto? ¿Para qué? ¿Adónde quiere llegar? ¿Es algo que ve o que le molesta? –dice, como confundido, el biógrafo-. Wallace tenía una autoconciencia de sus propias contradicciones y complejidades. Sus problemas proceden de distintas fuentes. Tenía una depresión grave y creo que eso, en muchos aspectos, cambió su personalidad. Además, ese egoísmo del que usted habla, creo, a veces, que fue una manera de responder ante su propia depresión. Él era consciente de todo lo que le ocurría y eso era lo que le hacía enfadarse tanto consigo mismo”.

¿Existió un Foster Wallace personaje y un Foster Wallace persona?

Hay cosas –por llamarlas d alguna manera- curiosas del libro, por ejemplo, la rara relación entre Foster Wallace y el novelista Don DeLillo. Al leer las cartas que se cruzaban, es posible detectar entre ambos una cercanía a la vez atrofiada por una distancia propiciada, según D.T. Max, por el propio Foster Wallace, quien intentaba así no “decepcionarse del escritor a quien escogió como icono”. Sin embargo, esa misma dinámica se produce con Jonathan Franzen, autor de Libertad, quien fue para Wallace tanto un amigo como “su mejor combatiente literario”. Algunas otras historias apócrifas y extravagantes suposiciones quedan anuladas tras leer el volumen. La bandana de Wallace, por ejemplo  no era un dandismo invertido ni mucho menos un homenaje al grunge. La obsesión por su excesiva sudoración –era un maniático del aseo personal- le hacía llevarla más como rara manía que como declaración estética.

Su relación con Franzen tenía una curiosa mezcla de amistad y combate.

En las primeras páginas de la biografía, D.T. Max apunta un rasgo que esclarece muy bien lo que Wallace representa. Muchos de quienes ni siquiera habían leído La broma infinita o que no lograron terminarla, se sintieron tocados por su muerte. “Esto va más allá del interés en sus libros, se trata de un interés en él como persona. Existe una idea de Wallace, especialmente entre los jóvenes, que le ven como un salvador. Les da la sensación de que habría sido un amigo amable y que no los habría juzgado. La vida nunca fue fácil para Wallace y mucha gente se identifica con esa lucha”, dice D.T. Max, ahora sí en inglés, sobre este hombre que hace cinco años decidió colgarse de una viga y no volver a escribir.

Un fantasma recorre la literatura, dijo una vez Rodrigo Fresán. Y no le faltaba razón. Ese fantasma era –y sigue siendo- David Foster Wallace... ¿Escriben los espectros? ¿Adónde van las fantasmagorías cuando abandonan los libros? ¿Tienen obra literaria los fantasmas? Una muerte prematura acelera a veces no sólo los afectos sino el entusiasmo literario y artístico. ¿Le ha ocurrido a Foster Wallace lo mismo que a Bolaño? ¿Se le quiere ahora porque es inofensivo, porque desde su tumba ya no compite ni cuenta historias? La pregunta repiquetea, da tumbos como lo harían los pasajeros de un autobús, describe en el aire la elipsis perezosa de un peso muerto… ¿Realmente todas las historias de amor son historias de fantasmas? A juzgar por la suya, parece que sí.

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