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Ciencia

Dando prioridad al futuro: el principio de proacción

La anotación El principio de precaución tiene truco termina con una mención de los más importantes medios de transporte: automóviles, trenes, barcos y aviones. Esos medios han experimentado un desarrollo impresionante durante el siglo XX y gracias a ellos la capacidad de las personas para desplazarse a casi cualesquiera lugares del planeta ha crecido de forma espectacular.

Pero como también señalé en aquella anotación, y si dejamos al margen las armas -porque están concebidas precisamente para matar-, hay pocos artilugios fabricados por los seres humanos que hayan ocasionado tantas muertes, si es que hay alguno. Por esa razón, una aplicación nada exagerada del principio de precaución habría obligado a suspender la fabricación de todos esos medios de transporte casi desde su origen. Es más, mientras en otros casos no existe constancia de que determinados inventos causen daño alguno a la salud de las personas, en el que nos ocupa, lo que sobra es constancia de la letalidad de esos artilugios.

Y sin embargo, pocos serán los que piensen que los automóviles se debían haber prohibido desde los comienzos de su fabricación en serie, y digo pocos porque conozco algunas personas que sí lo hubieran deseado. Las ventajas que se derivan del hecho de que la gente se pueda mover con facilidad por el planeta son evidentes; incluso a pesar de las severas restricciones políticas al movimiento de personas, los medios de transporte proporcionan más libertad y más posibilidades para vivir en los lugares donde cree que mejor podrá desarrollar sus proyectos. También permite conocer más lugares y más gente. En definitiva, amplia de manera enorme nuestros horizontes.

Los medios de transporte han proporcionado más beneficios a la humanidad que perjuicios.

Y aún siendo esos los beneficios directos de contar con medios de transporte accesibles a mucha gente, no son los únicos. La propia actividad industrial y económica en general que proporciona la fabricación de automóviles es, por sí misma, fuente riqueza. La forma en que facilita el comercio también lo es. Y la riqueza así generada no deja de tener destinos que a todos nos interesan. Los recursos excedentarios que resultan de la introducción de innovaciones tienen múltiples usos. Salud, educación y ocio son algunos de ellos, y muy importantes, además. Es más, si fuésemos capaces de estimar cuántos días de vida agregados se han ganado para toda la humanidad gracias a los excedentes económicos que ha generado la fabricación y uso de modernos medios de transporte, no hay duda de que el balance sería claramente positivo; superarían con creces a los días de vida perdidos por su culpa. Y algo parecido cabría decir de casi cualquier otra innovación que se ha incorporado en los procesos industriales, en el comercio o en las vidas de la gente.

Y es que esa es la razón por la que las sociedades valoran las innovaciones, principalmente las innovaciones disruptivas, aquellas que introducen cambios radicales en la forma en que hacemos las cosas o que consisten en la producción de cosas radicalmente nuevas. Esas innovaciones generan riqueza, y aunque es evidente que de su incorporación no todas las personas obtienen el mismo beneficio, al final, de una forma o de otra todos acabamos beneficiándonos en alguna medida.

Por lo tanto, la aplicación del principio de precaución a determinadas tecnologías puede tener efectos muy perjudiciales, porque nunca se valoran los costes de dejar de implantarlas. Además, como vimos en el artículo anterior, el principio de precaución sesga la toma de decisiones contra la implantación de nuevas tecnologías, dado que exige que la carga de la prueba recaiga sobre quien se propone desarrollar o implantar algo nuevo, y no sobre quien trata de impedirlo.

Nuestras limitaciones son las que se derivan de la ignorancia, nada más.

Si echamos la vista atrás, y comprobamos la magnitud de los beneficios que han reportado las invenciones, la ciencia, la tecnología, en suma, la cultura humana, deberíamos ser más cautos a la hora de impedir el desarrollo de nuevas ideas. Esto es, la cautela no debería ir dirigida a limitar de forma severa el desarrollo de lo nuevo, sino que debería utilizarse de forma mucho más equilibrada. No olvidemos que la resolución de cualquier problema que la humanidad deba afrontar sólo dependerá de saber cómo hacerlo. No hay catástrofe artificial ni natural que no pueda ser neutralizada si sabemos cómo hacerlo. Nuestras limitaciones son las que se derivan de la ignorancia, nada más. Por eso, limitar las posibilidades de irle ganando terreno a la ignorancia puede tener efectos catastróficos. Y debe evitarse en la medida de lo posible.

Deberíamos ser más cautos a la hora de impedir el desarrollo de nuevas ideas.

¿Quiere decir lo anterior que deban descartarse medidas precautorias y que se deban aceptar de forma acrítica todas las novedades? Por supuesto que no. Basta recordar la tragedia de la talidomida, o los efectos del amianto u otros graves problemas de salud que podían haberse evitado si se hubiese sido más cauteloso en determinadas ocasiones. Pero la cautela debe tener también doble filo. No basta con aplicarla a para limitar o prohibir, también hay que aplicarla para desarrollar y permitir. La evaluación de las novedades debe, por ello, ser equilibrada y contemplar riesgos y beneficios, y la carga de la prueba no debe recaer en quien propone un desarrollo, sino en quien propone prohibirlo o limitarlo.

“Asumir los riesgos de acuerdo con la ciencia disponible y no la percepción popular”.

Hay quien ha formalizado estas cuestiones y les ha dado un tratamiento teórico. De ahí ha surgido lo que denominan el principio de proacción. Esta idea, propuesta por el transhumanista Max More, consiste en una especie de reverso del principio de precaución y consiste en “asumir los riesgos de acuerdo con la ciencia disponible y no la percepción popular” y tener en cuenta no solo los impactos de una tecnología sino los beneficios que se pierden en el caso de no ponerla en marcha. No soy consciente de cuáles pueden ser las virtudes y los vicios que tendría el llevar a la práctica ese principio en los términos en que está redactado. Pero merece la pena debatirlo y puede ser un interesante punto de partida.

Nota: tuve conocimiento de la existencia del principio de proacción gracias a @orillacosmica que me proporcionó esta referencia

*Juan Ignacio Pérez es coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la Universidad del País Vasco y colaborador de Next.

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