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Ciencia

Ciencia embargada, periodismo enjaulado

No se fíe nunca de un periodista científico que pone cara de misterioso. Cada vez que se produce el anuncio de un gran descubrimiento, los periodistas especializados tenemos la información encima de la mesa con días de antelación, aunque algunos se hagan los interesantes y dejen caer que ‘intuyen’ de qué va el asunto. El pasado 16 de octubre, por ejemplo, el mundo entero estaba pendiente de un gran anuncio astronómico que se iba a hacer simultáneamente desde NASA, ESO y otras grandes instituciones. El hecho de que hubiera tanta gente implicada produjo una situación grotesca en la que casi todo el mundo sabía ya que se trataba de la primera observación combinada de ondas gravitacionales y telescopios, pero nadie podía contar el contenido del hallazgo hasta las 16 h.

Los embargos han convertido al periodismo en un eslabón más de la cadena de producción científica

Algunos medios se buscaron un atajo para revelar la información y publicaron una nota sobre los supuestos “rumores” del anuncio. Se trataba de un engaño a los lectores, puesto que se contaba como “rumor” algo que todos teníamos confirmado y con todo detalle encima de la mesa. Esta situación se repite a menudo con los grandes anuncios, ya sea el hallazgo de exoplanetas, de agua en Marte o de una terapia revolucionaria, y se da la circunstancia paradójica de que el sistema de embargos sirve precisamente para lo contrario de aquello para lo que fue pensado: todo el mundo habla del asunto antes que los periodistas especializados, que son los que se supone que dominan el tema, porque estos tienen que esperar hasta la fecha y hora estipuladas.

¿Y qué es este sistema de embargos del que tanto hablamos y para qué sirve? Se trata de un acuerdo de confianza entre las grandes revistas científicas y los periodistas acreditados para conocer con antelación los contenidos que se publicarán esa semana. El sistema permite, en teoría, que los medios podamos elaborar con más tiempo las informaciones y ofrecerlas con mayor profundidad y calidad a los lectores, pero en la práctica se ha convertido en un eslabón más de la cadena de producción científica al servicio de unos intereses ajenos a los de los medios y el público. Para quienes han pensado sobre ello, como Vincent Kiernan, los embargos son como unas “esposas de terciopelo” que nos ponemos los periodistas a la hora de informar y en el que permitimos que sean otros quienes marquen la agenda a cambio de tener un suministro de información constante y que nadie se nos adelante al contar una gran historia.

Los embargos son como unas “esposas de terciopelo” que nos ponemos los periodistas

En términos prácticos este pacto entre revistas y periodistas se desarrolla en estos términos: “yo te dejo acceder antes a lo que vamos a sacar, pero no lo puedes revelar hasta el día y la hora en que se levanta el embargo”. El sistema funciona con un calendario muy preciso en el que las revistas se han repartido los días se la semana para no pisarse entre ellas. Todos los lunes a las 21h se publican los contenidos de la revista PNAS, los miércoles a las 19h los de Nature, los jueves a las 20h los de Science, etc. Y por eso los medios contamos los mismos descubrimientos al mismo tiempo y casi con las mismas palabras. Porque aquí es donde viene lo preocupante: debido a la falta de recursos y a la precariedad generalizada en los medios de comunicación, muy pocos pueden (o quieren) permitirse ir más allá e investigar por su cuenta sobre el asunto (llamémosle a esto ‘hacer periodismo’) de modo que terminan traduciendo la nota distribuida a través de Eurekalert y reproduciendo la información tal y como venía de la fuente. “Los embargos permiten a las revistas, universidades y empresas decidir qué es importante y cuándo”, escribía hace poco el periodista Ivan Oransky. “Eso debería ser asunto de los periodistas y, francamente, de cualquiera que escriba sobre ciencia”.

Al final se produce una situación perversa en la que ni los periodistas podemos publicar antes una investigación o descubrimiento (nos retiraran el acceso a los embargos si lo hacemos) ni los propios científicos nos pueden contar nada. Porque las revistas también pueden actuar contra los investigadores si cuentan algo a los medios antes de publicar en sus páginas. Este criterio, conocido como la regla de Ingelfinger, nació en la década de 1960 cuando el editor del New England Journal of Medicine (NEJM) se dio cuenta de que muchos científicos buscaban darse publicidad en los medios antes de que su trabajo fuera revisado y publicado en su revista. Franz Ingelfinger decidió que si una investigación salía en los medios, su revista no la aceptaría, y escribió a los otros editores para convencerles de que hicieran lo mismo.

“Habéis vendido vuestra alma a la publicidad disfrazándola como ciencia”, advirtió el editor de The Lancet

De modo que periodistas y científicos permanecen cautivos de un mismo juego. Este juego de intereses cruzados ha terminado generando un entramado que alimenta cada semana un altísimo porcentaje de la información científica que no pasa más filtros que el criterio de los editores de Science y Nature o del departamento de prensa de algunas universidades. A fecha de hoy la red Eurekalert tiene más de 12.000 periodistas registrados de 90 países que reciben unas 200 historias al día de unas 6.000 instituciones de todo el mundo. Una manera de hacer valer el criterio del periodista sería decidir cuáles de estas informaciones son relevantes para el lector y de qué manera contarlas. Para algunos como Kiernan, no es suficiente, porque se está actuando al servicio de terceros y no de los lectores. “Habéis vendido vuestra alma a la publicidad disfrazándola como ciencia”, advirtió Richard Horton, editor de The Lancet en una conferencia internacional de periodistas en 2010.

Los defensores del sistema de embargos podrían argumentar que es una manera de asegurarse el rigor; puesto que se trata de trabajos que han sido sometidos a revisión por pares, es más probable que los hallazgos publicitados terminen siendo relevantes para la humanidad que si no lo fueran. Pero lo cierto es que esto es un espejismo. De hecho, una parte no despreciable de los trabajos publicados en revistas científicas son retractados, y otra parte importante son irreproducibles, por no hablar de aquellos que quedan directamente en nada y solo espuma para provocar más alcance e impacto. Asimismo, un altísimo porcentaje de los titulares en los que se anuncia una nueva “cura”, tratamiento o vía terapéutica quedan sencillamente en nada, y forman parte del mismo sistema que alimenta los intereses de las grandes editoras. De este modo, estos grupos editoriales no solo cobran a los científicos por publicar los trabajos que se han financiado con dinero público, sino que cobran a las universidades por suscribirse a sus revistas y además controlar dónde deben dirigir su atención los medios y cuáles son los avances importantes.

Por supuesto, siempre hay espacio para hacer periodismo al margen de los embargos y el sistema de publicaciones. El camino es menos cómodo y se asienta sobre tres patas (tiempo, talento y recursos) por los que no todos los medios tienen la valentía de apostar. Esto tampoco quiere decir que haya que echar el sistema de embargos a la basura, y menos sin tener una alternativa que sirva como recambio. El sistema tiene sus ventajas y en parte son los problemas internos del periodismo los que generan la proliferación de noticias basura. Pero parece lógico que si el acceso restringido a las publicaciones científicas se ha empezado a cuestionar, los periodistas nos planteemos seriamente un plan para salir de la jaula del embargo y hacer un periodismo mejor.

* También en Next: ¿Está rota la máquina de hacer ciencia?

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