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Cultura

¿Se volvieron antisemitas los alemanes de un día para otro?

Una imagen del gueto de Varsovia.

La primera prueba irrefutable de las ideas antisemitas de Hitler proviene de 1919, cinco años antes de que escribiera su autobiografía Mi lucha y más de diez antes de su ascenso a la cancillería. En aquellos años, el joven Hitler formaba parte del ejército y había vivido en primera persona la derrota de Alemania en 1918. En una carta dirigida a otro soldado como él, llamado Adolf Gemlich, Hitler habla del sufrimiento que produjo en su alma tal humillación a la nación y responsabiliza de tan terrible desenlace a la presencia de un enemigo dentro de la propia nación: los judíos. El fin último debía ser perseguirlos y expulsarlos, explicó. El antisemitismo existía desde hacía siglos, pero no se puede negar que con Hitler alcanzaría su expresión más funesta e industrial. De hecho, veinte años más tarde, Hitler seguía pensando lo mismo que en 1919: que los judíos eran los culpables de todos los infortunios de Alemania. Sólo había cambiado una cosa: para esa fecha, 1944, él gobernaba Alemania y ya había matado cerca de cuatro millones. Le quedaban, al menos, dos millones más.

Ese es el punto de partida de Laurence Rees en El holocausto, un libro construido sobre la larga experiencia de trabajo e investigación del periodista británico y que ya ha plasmado en libros como el bestseller internacional Auschwitz: Los nazis y la ‘solución final´ (Crítica, 2005). Otras de sus obras son Una guerra de exterminio (2006), Los verdugos y las víctimas (2008), A puerta cerrada (2009) y El holocausto asiático (2009), todas ellas editadas y traducidas en español por Crítica. La experiencia de Rees se sostiene en sus visitas a los escenarios originales y en sus búsquedas en los archivos, pero sobre todo en las conversaciones con centenares de supervivientes de los campos de exterminio, recogidas en entrevistas filmadas, muchas de las cuales aparecen por primera vez en estas páginas. Rees procura plantear la historia del exterminio judío desde sus orígenes, desde que el odio antisemita de los nazis animó las primeras persecuciones, hasta el hundimiento del Reich. A través de las voces de las víctimas y de los verdugos el lector puede ver cómo y de qué forma sube la intensidad del rechazo y la persecución.

"Si bien Hitler ya había desarrollado su antisemitismo en documentos previos, hasta ese momento matizó los elementos de mayor racismo de su programa"

Presta especial atención Rees a la linealidad del relato. Que el lector sea capaz de ver la continuidad cronológica y las causas que acompañan y precipitan estos hechos. Detalla el contexto social –una guerra perdida, un descontento colosal- que favoreció el surgimiento de una nueva fuerza política en el sur de Alemania: el partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, los nazis, quienes llamaron a las puertas de la democracia con la receta, decían ellos, para conseguir la estabilidad. Y así lo hicieron. En las elecciones de 1930 obtuvieron más de seis millones de votos y se convirtieron en el segundo partido político del Reichstag. En enero 1933, menos de cinco años después de obtener tan solo un 2,6% de los votos en unas elecciones generales, Hitler fue nombrado canciller.

Los trabajos académicos de los últimos 30 años demuestran que la Gestapo recibía una cantidad enorme de denuncias que los mismos alemanes enviaban contra sus vecinos

Rees apunta algo importante. Si bien Hitler ya había desarrollado su antisemitismo en documentos previos, hasta ese momento matizó los elementos de mayor racismo de su programa. En los documentos y transcripciones que aporta Rees, es posible ver al líder nazi arremeter en más ocasiones contra los bolcheviques que contra los judíos. Sin embargo, Hitler no tardó ni si quiera tres meses en aprobar las leyes antisemitas. Las primeras aparecieron en abril del mismo año de su elección, 1933: obligó a los empleados públicos de no descendencia aria a abandonar sus puestos, una medida que se extendió hasta el ejercicio de la profesión de abogado; prohibió también las uniones entre judíos y arios; limitó la presencia de judíos en la industria textil, además del veto al acceso de los judíos a los autobuses, la posesión de radios y automóviles, así como la asistencia a la sinagoga. A pesar de la creciente persecución, no sería hasta la invasión a Polonia cuando se puso en marcha el Holocausto. Polonia –y la segunda guerra mundial como hecho de fondo- permitieron a Hitler convertir a ese país en el centro de una política de hambre, deportación y asesinato de judíos, homosexuales, discapacitados y gitanos.

A los abogados y funcionarios públicos no arios se les prohibió trabajar.

En este ensayo de más de 600 páginas, Rees insiste en que la mayoría de los alemanes conocía de la existencia de los primeros campos de concentración, construidos a relativa poca distancia de los pueblos. A pesar de eso, Rees no identifica que los alemanes hayan comenzado a ser antisemitas repentinamente, tampoco por un solo motivo. A Hitler le costó implantar esta idea en la sociedad, y aunque podía existir un cierto antisemitismo latente, Rees plantea que pudo haber otras motivaciones que expliquen por qué y cómo pudo pasar; qué hizo que ciudadanos de un mismo territorio, incluso amigos o familias, segregara y denunciara a sus iguales. Las leyes del Estado y la presencia de una estructura represora arropada en el discurso pre-belicista de la raza aria, fue una especie de carta blanca para desquitarse: la gente se denunciaba por otras cosas, desde rencillas personales o profesionales, con ese argumento. Los trabajos académicos de los últimos 30 años, de los cuales Rees recoge un número importante,  han demostrado que la Gestapo recibía una cantidad enorme de denuncias que los mismos alemanes enviaban contra sus vecinos.

"Auschwitz se convirtió en un destino atractivo para cual miembro de las SS. El riesgo de hallar la muerte era muy escaso, y la comida y la bebida eran excelentes"

Es esa una de las aportaciones más significativas del libro de Rees, aunque no por supuesto su única lectura. En lo que a los verdugos respecta, el periodista explica cómo, ya avanzada la guerra, Auschwitz se convirtió en un destino atractivo para cualquier miembro de las SS, por distintas razones. "El riesgo de hallar la muerte era muy escaso, y además, la comida y la bebida eran excelentes: en gran parte, del fruto de robar a los judíos que iban llegando al campo", escribe. Pero lo que animaba al personal de las SS a trabajar en Auschwitz no era solo la posibilidad de enriquecerse: "Como afirma Oskar Groening, les decían  que su trabajo era importante para la seguridad del Reich, que los judíos estaban detrás del bolchevismo, que era necesario seguir con la guerra para impedir que el Ejército Rojo destruyera Alemania. Por todo ello, Groening y sus camaradas siguieron tomando parte en el asesinato masivo de civiles, desde los viejos más viejos hasta los niños más pequeños".  

Sin despojar de gravedad –ni de datos o pruebas- a la dimensión de los acontecimientos que propició el nazismo, Rees consigue en este libro demostrar de qué forma a muchos de los verdugos y cómplices de aquella empresa los empujaba  no tanto una épica como un cierto arribismo, comodidad e incluso indiferencia hacia la muerte y el exterminio masivo. La idea del enemigo externo, del culpable de la propia catástrofe –la derrota en la primera guerra mundial, la inflación y carestía posteriores- como algo ajeno, permitía su puesta en práctica de manera concreta: la culpa es de los judíos, pero también de los homosexuales, y los gitanos, y los discapacitados. Cualquiera que pudiese ser metido, a la fuerza o no, en esa etiqueta se convertía en el objeto de venganza. Una acción no pocas veces rentable y atractiva para más de un ser humano. En este casi, más de seis millones de ellos. 

Un detalle de la portada del libro de Laurence Rees.

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