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Cultura

"Me sorprendió el Goncourt para una novela no escrita en París y sobre Córcega"

Jérôme Ferrari, ganador del prestigioso Premio Goncourt.

A sus veinte años, el escritor Jérôme Ferrari militó en el movimiento nacional corso. Al preguntárselo, ríe con cierta indulgencia, como quien reconoce en sus palabras una prenda de ropa que ya no le vale. “Las reivindicaciones políticas son muy exageradas”, dice, de pasada, alguien que nació en París, en un año como el sesenta y ocho, y que sin embargo entiende las periferias como parte de su vocabulario personal. Sentado frente a una magdalena mordisqueada y una taza sin café, el escritor saca un cigarrillo de su paquete de Camel y lo encaja entre los labios antes de hablar de El sermón sobre la caída de Roma (Mondadori, 2013), novela con la que ganó el Premio Goncourt 2012 y que presentó esta semana en el Instituto Francés de Madrid.

Se trata de una historia crepuscular, de un mundo finito, un mundo que se va a acabar. “Admírate de la vejez del mundo. Es como un hombre: nace, crece y muere”, las palabras de San Agustín en su Sermón sobre la caída de Roma, texto escrito en el año 410, retumban en esta historia -los títulos de seis de sus siete capítulos, están extraídos del texto original-, incluso después de haberla leído. En una trama en la que la brutalidad se vuelve inesperada, una galería de personajes guía al lector. La anécdota central parte de la idea de dos jóvenes estudiantes de filosofía que deciden dejar los estudios y abrir un bar en Córcega: Matthieu, un parisino que se une a su amigo en un intento por retomar sus raíces corsas –sólo ha ido durante las vacaciones de verano-, y Libero, el hijo menor de un pastor, el único entre once hermanos que tuvo la posibilidad de estudiar y que, sin embargo, decide volver a su isla. Rodeados de copas, taburetes y parroquianos, ambos creen levantar un espacio propio, el mejor de los mundos posibles. Pero se equivocan.

Jèrôme Ferrari ganó el prestigioso Premio Goncourt 2012 con esta historia ambientada en Córcega

Alrededor de esta pareja de amigos, personajes mucho más potentes se alzan en una novela coral: Marcel (abuelo de Matthieu y trasunto del bisabuelo corso de Ferrari), oficial francés y superviviente de la Segunda Guerra Mundial; Aurelie, hermana de Matthieu,  una joven arqueóloga que marcha a Argelia buscando insuflar vida a unas ruinas  halladas en las excavaciones de Hipona. Pero también emergen muchos otros personajes, algunos de ellos retomados de novelas anteriores de Ferrari: la extraña y oscura Virginnie –una mujer que dice haber nacido viuda- que rescata de Balco Atlantico (2008); el general Degorce, que vuelve de las páginas de Donde dejé mi alma (Demipage, 2012), un libro que narra la tortura francesa en la década de 1950, en Argelia.

Escritor, traductor y profesor de filosofía en el Liceo Francés de Abou Dhabi, Jérôme Ferrari ha escrito, según la crítica, una novela sobre la decadencia de Occidente. Sin embargo una vez leída, se encuentra el lector otra cosa: algo que se parece a la destrucción, al pesimismo y el escepticismo agustiniano, pero también a los fogonazos contemporáneos de quien, para entender el mundo, decide pensarlo a través de la escritura, esa operación que entalla entre palabras aquello que se desborda informe -la vida, por ejemplo- frente a nosotros.  Sobre El sermón sobre la caída de Roma, su sexta novela en diez años –empezó a escribir tarde, en 2002- habla Ferrari en esta entrevista.

-¿A quién le pertenece el pesimismo de esta novela: a usted, a San Agustín…?

-Yo no la concibo como muy pesimista, pero creo que estoy solo en eso. Para mí, esta no es una visión pesimista de las cosas, sino una descripción bastante fiel de cómo ocurren. La idea de la finitud ni siquiera es nueva.  

Este es su sexta novela. Ferrari es un escritor tardío, comenzó a escribir en 2002

-Tenemos una serie de personajes, acaso siete u ocho, sin embargo, el lector se queda con la sensación de que el verdadero narrador es Marcel, este hombre que ha sobrevivido a la guerra, que lo narra todo con una amargura envolvente.

-Es el que tiene más amplitud. Atraviesa por completo el siglo XX. Es como si él mismo encarnara el siglo, pero lo atraviesa al margen de la historia. Nunca está ahí donde ocurren las cosas. Marcel también es el único que experimenta el nacimiento y la muerte de varios mundos: el que desapareció con la guerra; el del imperio colonial francés… Sin embargo, cada uno pertenece a un mundo que nace, crece y muere.

-Ninguno de sus personajes logra pertenecer al lugar en el que está, ni a las profesiones a las que se dedican. Parecen extranjeros de sus propias decisiones.

-Es cierto. El punto en común que tienen es que no pueden elegir el mundo al que pertenecen. Tampoco logran pertenecer al mundo al que les gustaría pertenecer. Marcel trata de escapar de Córcega y no lo logra; Matthieu lograr entrar en ese mundo, pero no consigue permanecer; Aurelie intenta penetrar en Argelia y no lo consigue...

"El punto en común que tienen todos los personajes es que no pueden elegir el mundo al que pertenecen"

- Las relaciones en esta novela están todas atrofiadas. Sólo hay que mirar: Marcel y su hermano, también su hijo; Matthieu y Libero; Aurelie y Matthieu… ¿Qué les pasa?

-A lo mejor, va a ser que sí… ¡que esta va terminar siendo una novela pesimista! –Jèrôme Ferrari ríe-.  Sí son relaciones atrofiadas. No son relaciones plenas, que se nutren entre sí, y que, aunque den la impresión de ser perfectas… no lo son.

-Volvamos al comienzo, pero dándole la vuelta a la pregunta  ¿Por qué cree que esta novela no es pesimista?

-En el pesimismo existe un juicio y yo no creo que la novela tenga o pretenda hacer ningún juicio. Por ejemplo, podemos considerar que las relaciones están atrofiadas pero también que son complejas y ambivalentes; y esa ambivalencia no es suficiente para despojar de valor a toda relación humana. Por ejemplo, Matthieu y Libero se alejan, pero su amistad es pura y sincera. Creo además que el pesimismo es incompatible con escribir novelas.

-Una frase muy contundente como para no levantar sospechas, ¿no le parece?

-A ver… El único autor pesimista que conozco es Hubert Selby. Cuando lees un libro  suyo sientes ganas de colgarte. En él no hay ambivalencia, es de una oscuridad y una negritud total y para mí es impensable que uno pueda llevar a cabo una creación sin que en ella haya un rastro de la potencia positiva de la vida. Y espero que, pese a que mi novela tiene una parte sombría, logre afirmar la vida.

"En el pesimismo existe un juicio y yo no creo que la novela tenga o pretenda hacer ningún juicio".

-En sus libros siempre hay referencias a la Biblia, al Corán. Ahora recoge a San Agustín. ¿Qué busca en la escritura mística?

- Explicar eso me resulta muy difícil, porque no soy creyente. Y sin embargo, los textos sagrados o la poesía mística me tocan, porque hablan de una parte de la condición humana que no requiere creer en Dios. En ellos hay conciencia de la ambivalencia del hombre, que está expresada de forma muy bella y poética, sobre todo en la poesía mística árabe, que constantemente trata de mostrar la unión de los contrarios: el odio al lado del amor; la muerte en el corazón de la vida…

-¿Por qué San Agustín?

- Le conocía como filósofo, pero nunca me había leído sus sermones. Por azar me encontré con este pasaje del sermón e inmediatamente me dio la idea de escribir esta novela. A San Agustín no le interesaba la caída de Roma pero los hechos habían tenido una resonancia simbólica tan grande –había una serie de paganos que dijeron que Roma había caído por volverse cristiana- que  San Agustín decidió hacer varios sermones sobre el tema, entre varias cosas, para demostrar que los paganos se equivocaban…  Pero el objetivo principal, que fue el que me tocó a mí de manera más personal, era agitar a los fieles diciéndoles que todo lo humano termina, seamos nosotros, los imperios o los sistemas. Y su mensaje es casi blasfemo, pues todo cristiano cree en la eternidad.  Lo que tiene una gran fuerza es que le recuerda a la gente algo que todo el mundo sabe: que las cosas nacen, crecen y mueren. Y que hay que tomárselo en serio.

"En su sermón, San Agustín quiso gitar a los fieles diciéndoles que todo lo humano termina, nace crece y muere. Y su mensaje es casi blasfemo, pues todo cristiano cree en la eternidad".

- A usted le interesa el mundo colonial francés. Lo ha reflejado antes. Es y no es corso, porque nació en París, a pesar de que su familia sí era de Córcega. Incluso, no vive en Francia siquiera ¿Le conciernen las periferias, cierto?

-Esta idea de la periferia es importante para mí y aparece en todas mis novelas. Sin duda, porque yo siempre he sido periférico. Nunca he vivido en el centro de París: lo he hecho en Córcega o en el extranjero.  Sin embargo, en El sermón de la caída de Roma es la primera vez que escribo sobre un personaje que se define enteramente por la periferia, que es Marcel, alguien que nunca ha estado donde ocurren las cosas. Él se imagina a sí mismo, siempre, lejos del centro del mundo.

-La violencia aparece en sus libros, mucho. En este, sin duda. ¿Qué hay detrás?

-Escribo desde una sociedad donde las relaciones humanas son bastante violentas, me refiero a la sociedad corsa. Es casi imposible situar una novela en Córcega sin mencionar las relaciones violentas entre la gente.

-¿Y Francia? ¿Cómo son sus relaciones con Francia?

-Mis relaciones con Francia siempre han sido complicadas -vuelve a reír-. Cuando tenía 20 años formé parte del movimiento nacionalista corso, no duré mucho. Entonces tenía tendencia a rechazar estúpidamente la parte francesa de mi educación. Esto ya no me ocurre. Acepto y me encanta el hecho de gozar de distintas fuentes culturales.

-Y literariamente, ¿cómo se lleva con Francia?

-Pues  nunca se me hubiese ocurrido pensar que, en Francia, me darían un gran premio literario con una novela que ocurre en Córcega y que no haya sido escrita sobre París y en París, ¡cómo cambian las cosas!

"La distinción entre París y las provincias es típicamente francesa. Por eso,  mi primera preocupación era poder hablar de Córcega sin hacer una novela ni folklórica ni provinciana".

-Su ironía salpica… Y perdone, porque se cae de obvio, pero Francia alimenta esas relaciones tóxicas con algunos de sus personajes. Pienso en Camus…

-Francia es un país que históricamente se ha construido a partir de una centralización extrema y no es la parte más agradable de Francia. La distinción entre París y las provincias es típicamente francesa. Y por eso, cuando empecé a escribir, mi primera preocupación era poder hablar de Córcega sin hacer una novela ni folklórica ni provinciana. Por ejemplo, la primera vez que hablaron de mi libro en la televisión… ¡pusieron polifonía corsa sobre imágenes de playa!, lo cual no tenía que ver… Pero hay que decir que las cosas han cambiado mucho y que la literatura francesa contemporánea es muy diversa, y cada vez se interesa más por el mundo exterior.

el sermón sobre la caída de roma

"Ignoramos, en verdad, qué son los mundos y de qué depende la existencia de los mismos. En algún lugar del universo tal vez esté escrita la misteriosa ley que preside su génesis, su crecimiento y su fin. Pero sabemos esto: para que surja un nuevo mundo primero debe morir un mundo antiguo", con estas palabras se cierra el primer capítulo de El sermón sobre la caída de Roma. Nos habla Marcel, un oficial francés que sirvió en las colonias francesas en África y que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial. A la vez que narra, mira una fotografía de 1918 en la que él ni siquiera aparece.  Sus palabras son la señal inequívoca de esta historia: el mundo es finito, una idea que Jèrôme Ferrari extrae de las palabras de San Agustín y que sirve de cortina para mostrar una historia central tras la que se esconden muchas otras.  El libro narra, sí, la historia de Matthieu y Libero, dos chicos que rechazan el mundo en el que les ha tocado vivir y  abandonan sus estudios de filosofía en París para instalarse en un pueblo de Córcega y trabajar en un bar... pero también muchas otras, incluso la nuestra. Una novela puñetazo que deja la boca adolorida y el ánimo inquieto; una joya entre la morralla que caduca con la velocidad de los yogures en las estanterías de las librerías.

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