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Cultura

Sobre el sillón de Félix de Azúa en la RAE y la recuperación de la olvidada costumbre de pensar

El sillón H, ocupado ahora por Félix de Azúa, quedó vacante tras la muerte de Martín de Riquer.

Es una de las mentes más lúcidas de España. Novelista, ensayista, poeta, Premio Nacional de Ensayo y columnista -uno de sus géneros más afilados e incendiarios-. Félix de Azúa ha obtenido esta semana, concretamente el jueves, el sillón H de la Real Academia Española (RAE), el cual se encontraba vacante tras la muerte del medievalista Martín de Riquer. En tiempos reblandecidos y necios, esta noticia alivia. Sí, porque si hay alguien que se aleja de cualquier buenismo o impostura es él: Félix de Azúa. Esta H, la que aparece labrada en el sillón que él ocupará, será mayúscula dos veces.

En Autobiografía de papel, que ganó el año pasado el Premio Internacional de Ensayo Caballero Bonald, Azúa nos da motivos suficientes -involuntariamente, claro- para entender por qué es importante que él forme parte  del grupo de más de 40 intelectuales que se reúnen en Los Jerónimos, custodios -aunque no estemos de acuerdo mucha veces con sus juicios- de la lengua que hablamos.

En Azúa, la palabra y los géneros literarios se han transformado a la vez que lo ha hecho el mundo del que forma parte: una sociedad donde el poeta ya no es la voz de tribu, aquella en la que la novela y el ensayo se han convertido sólo en mercancía o en la que la abolición de los sombreros se ha llevado consigo la “vieja costumbre occidental de pensar”.

Azúa siempre ha sabido diseccionar a una España y una Europa culturalmente pirotécnicas. Para él el mayo francés no fue más que los fuegos artificiales que “despedían la gran utopía del siglo XX”. Para él, huelen a “viejo todos los progresismos” y nada todavía “nos suena a nuevo”. Quedamos así retratados en sus textos como “primitivos de nuestra época”, huérfanos por primera vez tras el “fraude de las felicidades colectivas”.

No es Félix de Azúa un hombre apocalíptico. Pero es realista, culto y aunque a veces severo, siempre preciso. Y todo sea dicho, la Academia adolece de algunos de estos rasgos últimamente. El autor de El aprendizaje de la decepción o Historia de un idiota contada por él mismo tiene un amplio registro, desde Hegel, pasando por Juan Benet o Diderot. Él sabe comprender y colocar luz sobre la estampas oscuras de una España y una Europa que todavía hoy no saben muy bien cómo contarse a sí mismas... y menos ahora, que intenta hacerlo en 140 caracteres.

Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, Azúa (Barcelona, 1944) es un escritor experto en todos los géneros. Fue ganador del Premio Herralde, en 1987, con Diario de un hombre humillado. También ha publicado, entre otras Génesis (1915) -la más reciente, claro, así como Las lecciones de Jena (1972), Las lecciones suspendidas (1978), Ultima lección (1981), Historia de un idiota contada por él mismo (1986), Cambio de bandera (1991), Demasiadas preguntas (1994) y Momentos decisivos (2000).

En su bibliografía hay también poesía -muy buena poesía-, teatro -la adaptación de Historia de un idiota contada por él mismo- y una amplia obra que le ha valido el Premio Nacional de Ensayo y de la que es obligatorio mencionar El aprendizaje de la decepción (1989), La invención de Caín (1999) y Esplendor y nada (2006). Entre sus libros más recientes destacan Ovejas negras (2007), Abierto a todas horas (2007) y Autobiografía sin vida (2010).

En un momento, digamos, irregular de la ya (tri)centenaria institución que custodia y estudia el castellano, hacen falta más que Hombres buenos, se necesitan hombres y mujeres que piensen, que lleven bien calado el ala ancha de los sombreros que recuperan, claro, la vieja costumbre de pensar. La H del sillón que ahora ocupa es una garantía. Es, insistimos, doblemente mayúscula.

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