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Cultura

Los 100 años de Octavio Paz: el hombre al que nada le fue ajeno

Octavio Paz (1914-1998)

"Tengo el raro privilegio de ser el único escritor mexicano que ha visto quemar su efigie en una plaza pública", escribió Octavio Paz al periodista y escritor Julio Scherer, en 1993. El poeta cumplía entonces 80 años y hablaba de sí mismo con la rara lucidez de quienes han atravesado un siglo. Porque eso fue él, un hombre que cruzó un tiempo y un idioma; y ninguna de las dos cosas fueron las mismas después. Ya lo dijo en una ocasión su discípulo Enrique Krauze: con su pensamiento, Octavio Paz nos deletreó a todos. Su espíritu disidente y crítico le valió una estatua quemada –sí, porque ocurrió, en 1984-; pero a nosotros nos quedó un hogar sólido al cual regresar siempre: su obra. Acaso porque buscando la salida al laberinto de su soledad, Octavio Paz encontró la nuestra.

Nacido un 31 de marzo de 1914 –el año de la Gran Guerra, cuatro después de la Revolución Mexicana-, Octavio Paz cumpliría hoy cien años. ¿Cómo se habla de alguien que lo escribió y lo hizo casi todo? ¿Cómo iluminar su faceta ensayística sin dejar de lado su poesía? ¿Cómo abarcar su interés por Duchamp y las vanguardias y dar cuenta, a la vez, de su reflexión política? Para hablar de Paz haría falta un lenguaje-artefacto; algo capaz, como los multimedia, de ordenar en un mismo renglón ideas simultáneas. Ya lo decía Guillermo Cabrera Infante:  todo está escrito con espejos. Qué bien nos vendría uno con el cual reflejar toda la luz de Octavio Paz.

El hombre público, el escritor total

Nada le fue ajeno. Poeta, ensayista, diplomático, editor, polemista, mexicano a la vez que universal. Premio Nobel en 1990 –el primer (y único) mexicano y el quinto latinoamericano en recibirlo- y Cervantes en 1981. Autor de libros esenciales como El arco y la lira (1956) y Los hijos del limo (1974). Por sus venas y su prosa corría una sangre mixta, bulliciosa. Su madre era española. Su familia paterna, liberal e indigenista. Su padre participó en la Revolución Mexicana y su abuelo luchó contra la intervención francesa y la dictadura de Porfirio Díaz. Estudió Derecho y Filosofía y Letras, y empezó trabajando en las misiones educativas de Lázaro Cárdenas.

Poeta, ensayista, diplomático, editor, polemista, mexicano a la vez que universal.

En su juventud fue un entusiasta de la izquierda, aunque ya en la veintena, tras su visita a Europa –concretamente a la España de 1937, en plena Guerra Civil- comenzó a mirar con escepticismo algunas cosas. El desencanto definitivo ocurrió entre 1939, con el pacto de no agresión entre Joseph Stalin y Adolf Hitler, y 1949, cuando descubrió la existencia de los campos de concentración soviéticos. Las dudas se convirtieron finalmente en ruptura.

Fue desconfiado y crítico con las deformaciones del socialismo en el que había creído. Hizo de la revisión y el pensamiento político uno de los capítulos más valiosos de su obra, hoy más necesaria que nunca en un mundo en el que lucidez y poesía han vaciado sus significados. Al evocar su figura, el lector siente la duda sobre qué nos queda hoy más lejos: si la modernidad que encarnaba Octavio Paz o la América Latina donde intentaba predicarla.

Después de separarse del servicio diplomático tras la matanza de Tlatelolco –de la que responsabilizó a Díaz Ordaz-, Octavio Paz regresó definitivamente a México –había vivido en Estados Unidos, París, la India…-. Decepcionado, cargó tintas contra el PRI, un partido en cuya renovación había creído. Se ganó por ello los reproches de muchos, incluyendo su ex esposa –Elena Garro- y su hija, Helena Paz Garro -quien falleció ayer, un día antes del centenario-, quienes le señalaron públicamente por sus críticas. Sobre ese episodio da cuenta Christopher Domínguez Michael en el libro Octavio Paz en su siglo, próximo a publicarse en España.

Cargó contra el PRI, criticó la dictadura de Fidel Castro, el régimen sandinista y a muchos escritores, entre ellos a Gabriel García Márquez.

En medio de aquella dura travesía ideológica y personal, Paz escribió Posdata, un texto que ha sido descrito por Alejandro Rossi como una puesta al día de El laberinto de la soledad, ensayo que había publicado en 1950 y que se considera fundamental para entender no sólo la historia de México, sino la propia mexicanidad.  También durante esos años, Paz creo los que serían los dos artefactos intelectuales de mayor potencia y resonancia en América Latina: las revistas Plural (1971) –junto a Julio Scherer- y Vuelta (1976).

Aquel fue un momento como pocos: el caso Padilla había dividido a quienes hasta ese entonces apoyaban la Revolución Cubana y la Primavera de Praga seguía fresca cuando en las páginas tanto de Plural como Vuelta una nueva izquierda se abría paso con críticas a sus mentores. Ubicada en el barrio de Mixcoac, donde nació y creció Paz, en la revista Vuelta se dirimieron los asuntos más urgentes no sólo del quehacer latinoamericano, sino del pensamiento político de toda una época.

 Paz dio en sus revistas voz al liberalismo en un momento en que la mayor parte de los intelectuales creía solo en la revolución.

En Vuelta Octavio Paz reunió  autores fundamentales de la disidencia del Este como Milan Kundera o Adam Michnik; divulgó la Carta de los 77 en Checoslovaquia; reivindicó a los primeros críticos del marxismo e incorporó a aquellos contemporáneos que, como él, habían tenido un pasado marxista que sometían entonces a revisión, entre ellos el polaco Leszek Kołakowski o el francés Alain Besançon. Paz no sólo publicó en aquellas páginas a los filósofos Bernard-Henri Lévy o André Glucksmann, que, como cuenta Krauze, habían roto con Sartre; también los llevó a México.

Según cuenta el propio Mario Vargas Llosa en la edición de abril de Letras Libres dedicada al mexicano, Octavio Paz dio en sus revistas voz al liberalismo en un momento en que la mayor parte de los intelectuales creía solo en la revolución. Pero, como decía el propio Paz: ni conservador ni reaccionario. Habría que decir, acaso, libre, alguien que prefería la convivencia civilizada a la sospechosa utopía. Alguien que siempre estuvo contra el poder, aunque algunos crean hoy que es una figura del poder. Porque, en el fondo, Paz era de sí mismo. De más nadie. Cargó contra el PRI, criticó la dictadura de Fidel Castro, el régimen sandinista en Nicaragua y a muchos escritores latinoamericanos, entre ellos a Gabriel García Márquez, por sus posturas políticas.

El hombre verso, el poeta árbol

“Poeta también cuando escribía ensayo, cuando viajaba, cuando ejercía de diplomático, cuando discutía”.

Así como Octavio Paz el pensador ganaba musculatura con el paso de los años, el poeta acumulaba sensibilidad y versos. Muy joven, apenas con 17 años, Paz tenía claro la que sería su postura vital: la conjunción entre arte y vida, compleja bisagra de la que dio cuenta en Ética del artista y que se transparenta casi por completo en sus ensayos, pero, sobre todo, en poesía. Porque ese fue también su género. Uno en el que supo convertir el tiempo –el viaje que todo tiempo encierra- en razón vital. Ya lo dijo Bernardo Marín en El País: “Poeta también cuando escribía ensayo, cuando viajaba, cuando ejercía de diplomático, cuando discutía”.

Publicó 30 poemarios, entre los  primeros Mar de día,  Luna silvestre (1933), ¡No pasarán! (1936) y  Raíz del hombre (1937), este último “un libro torpe, lleno de repeticiones, ingenuidades, faltas de gusto, un libro que me avergüenza haber escrito”,  a decir del propio Paz, pero que –como las raíces de los árboles, una figura importante en su obra- se hundía en la tierra de la que entonces era su preocupación esencial: México. Y lo hacía con la clara convicción de conocer –y a la vez separarse- de una tradición literaria. Porque esa fue su obsesión: la tradición y la ruptura con ella, un tema que sostiene las páginas de Los hijos del limo.

En sus poemarios atravesó todos los territorios: los de este mundo y aquellos que escapan de él.

Sin embargo, tanto en su ensayística como en su poesía, no fue Paz un hombre atado a una región. Era capaz de entrar y salir del mundo, abarcarlo con un mordisco vigoroso. “Soy hombre: duro poco/ y es enorme la noche/ Pero miro hacia arriba:/ las estrellas escriben./ Sin entender comprendo:/ También soy escritura/Y en este mismo instante/ Alguien me deletrea”, escribió en La Hermandad. En sus poemarios atravesó todos los territorios: los de este mundo y aquellos que escapan de él –el tiempo, el más poderoso de ellos-.

Libertad bajo palabra (1949), Salamandra (1962), Blanco (1967) , Ladera Este (1969) o Árbol adentro (1985) son solo una parte de su bosque.  “Creció en mi frente un árbol/ Creció hacia adentro/ Sus raíces son venas, /nervios sus ramas/ sus confusos follajes pensamientos/ (…) Amanece en la noche del cuerpo./ Allá, adentro, en mi frente, /el árbol habla”. Dichosos nosotros, bien sujetos a su tierra, que aún podemos escucharle.

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