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Cultura

Juan Tallón: “El novelista tiene que matar al columnista cada día, y por la mañana, el columnista le devuelve el crimen”

El periodista y escritor gallego Juan Tallón.

No es una novela sobre el suicidio, ni siquiera estrictamente una novela. Es una caja negra, ese frigorífico sin bombilla donde se guarda la vida cuando deviene en tragedia. Porque todo en este libro rastrea un accidente. Se trata de Fin de poema, una novela en la que el columnista y escritor Juan Tallón (Orense, 1975) merodea el suicidio de cuatro poetas: Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Gabriel Ferrater. A través de una estructura fragmentada, que avanza y retrocede en el tiempo, Tallón acompaña a sus personajes hasta el filo del último verso, ese del que se despeñan porque no queda más poema que valga la pena escribir.

Fin de poema es una novela en la que el columnista y escritor Juan Tallón merodea el suicidio de cuatro poetas: Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Gabriel Ferrater

Fin del poema es la segunda novela de Juan Tallón. La escribió en gallego y con ella ganó el Premio Lueiro Rey 2012. Lo que llega ahora a manos de los lectores es una traducción al castellano hecha por el propio autor y publicada por el sello Alrevés. Juan Tallón reúne lo mejor de distintos ecosistemas: ejerce el periodismo como colaborador en El País –benditos sean sus textos sobre fútbol- y Jot Down; el otro, la literatura -como la filosofía-, la lleva puesta dondequiera que va. Hasta ahora, además de Fin del poema, Tallón ha publicado A pregunta perfecta (o caso Aira-Bolaño), El váter de Onetti (Edhasa), Manual de fútbol y Libros peligrosos (Larousse).

Desde ambas azoteas, el periodismo y la literatura -cada uno tiene el vértigo de la palabra escrita-, Juan Tallón ensaya cada día un salto mortal: a contrarreloj como columnista y luego como quien ejecuta la larga travesía del relato. Suyo además es el blog descartemoselrevolver.com, un potente vertedero donde airea sus mierdas. "Sin basura no hay relato, no hay biografía", asegura el gallego, quien responde sin ñoñeces a la cansina –pero inevitable- pregunta sobre la forma en que el columnismo malogra -acaso- la obra novelística. Tallón resuelve el asunto de un solo hachazo. "El novelista tiene que matar al columnista cada día; por la mañana, el columnista le devuelve el crimen", afirma con la certeza de quien teclea una respuesta en lugar de articularla de viva voz.

Fin de poema no reconstruye los suicidios de los poetas a los que se refiere. El suicidio es la bruma de la que surge el desasosiego que supone ir muriéndose: la escritura camino de estropearse; la pérdida de la voz; la pérdida del interés por la palabra dirigida a otro; el lento desagüe del desánimo que taponea la voz literaria. Todo lo cuenta Juan Tallón pertrechado –poderoso- en la voz de un narrador omnisciente, uno que es capaz de sorber el tono de un verso para insuflar vida a su coro de melancólicos. Porque si algo queda claro en este libro, es que Tallón ha ido a meterse en los lugares literarios que mejor controla: los arenosos, aquellos donde las fronteras entre géneros se desvanecen.

Fin de poema no reconstruye los suicidios de los poetas a los que se refiere. El suicidio es la bruma de la que surge el desosiego que supone ir muriéndose: la escritura camino de estropearse...

En las páginas de Fin de poema el lector encontrará a una Alejandra Pizarnik que llama de madrugada al diario La Nación para comprobar si ya está escrito su obituario; a una Anne Sexton que se masturba tras prepararse un vodka; a Pavese comiendo una tostada en la casa en la que sus sobrinos gritan y su hermana hace el café y a Ferrater sentado en la barra de un apagado bar de San Cugat. La epopeya de Juan Tallón no se libra ante el frasco repleto de grageas. Tallón libra a sus poetas del suicidio como el único episodio importante de su obra. A cambio elige algo peor: el lento goteo de sus vidas en el sumidero del día a día.

-Fin de poema no reconstruye los suicidios de Pavese, Pizarnik, Sexton y Ferrater, apunta más bien al desosiego de la escritura que se apaga, al enmudecimiento de la vida y la obra. ¿Por qué fue a meterse allí?

-Me fascinan esos complejos procesos, a menudo internos, que acaban enviando a pique a una persona. Todo va bien, o medio bien, y un día las cosas comienzan a torcerse, porque sucede algo. Ese algo que sucede, que denominaremos adversidad, y que desarbola a un personaje, no sin antes luchar desesperadamente contra la realidad, es lo que yo entiendo por novela. Me temo que tiene razón Scott Fitzgerald cuando en Crack-up afirma que 'toda vida es un proceso de demolición, por supuesto'. Siempre me ha interesado escribir sobre ese tipo de procesos de descomposición de los individuos. Fin de poema era la oportunidad definitiva. Al elegir a cuatro poetas que acaban suicidándose, me situaba ante el reto de narrar la autodestrucción total, más allá de la cual no queda nada.

-Suicidio y la literatura, un binomio falsamente célebre ¿Fin de poema se concentra más en el fin de la escritura como algo vital que en la propia pérdida de la vida?

-Sí, definitivamente sí; muy sí. Yo no tuve en ningún momento interés alguno en escribir del suicidio o la muerte. ¿Para qué recrear un final ya conocido, tan triste y doloroso? La vida es muy corta y no tenía tiempo. En cambio, sí me atraía el fin de la poesía, ese silencio que concernió a Pavese, Pizarnik, Sexton y Ferrater, y que fue previo a sus muertes. Si era capaz de reconstruir la desesperación del poeta que no escribe, para el que la poesía es el único clavo ardiendo, tenía el trabajo hecho.

"El suicidio es lo ya sabido, pero ¿y antes? ¿Qué pasa por la cabeza de una persona que sabe que va a morir esta tarde? ¿Por qué ha llegado hasta ahí?"

-Fin de poema es mestiza. Es un artefacto que posee prosa poética, biografía, incluso perfil y crónica. ¿Qué estaba intentando hacer? ¿Comenzó siendo un ejercicio y devino en libro? ¿Es una no-novela?

-En realidad, no quise tanto escribir una novela como construir una caja negra, el único artefacto capaz de arrojar algo de luz sobre las circunstancias que conducen a ciertas tragedias. En cierto sentido, en el suicidio hay algo de accidente, y yo quería acercarme de modo sigiloso y lento al sentido del accidente, lo que seguramente es imposible. Pero para eso se escriben los libros, para dar una oportunidad a hechos irrealizables. En la caja debía quedar registradas las voces, las decisiones y las acciones de los protagonistas en ese ámbito íntimo que abarcan las últimas horas con vida de cualquier suicida. No el suicidio en sí, que como usted ha dicho, no me interesa en absoluto. El suicidio es lo ya sabido, pero ¿y antes? ¿Qué pasa por la cabeza de una persona que sabe que va a morir esta tarde? ¿Por qué ha llegado hasta ahí? ¿Cómo se ha generado la certeza de que de hoy no pasa sin matarse? La muerte, después de todo, tiene unos trámites. Pues yo he querido escribir de esos trámites.

-Elige un narrador omnisciente ¿Por qué? ¿La primera persona lo limitaba? ¿Prefería la distancia del testigo? ¿Dónde queda usted como autor, como director de esta orquesta de melancólicos?

-Necesitaba sortear el peligro de acabar escribiendo cuatro relatos, en lugar de una novela. Es a lo que más temía. Deseaba que fuese una obra unitaria, pese a que los cuatro protagonistas vivían ajenos unos a otros, incluso en distintas épocas históricas. Una forma de contribuir a esa unidad era la unidad del punto de vista narrativo, siempre en tercera persona. Necesitaba, además, cierta distancia entre los hechos y sus protagonistas, que una narración en primera persona difícilmente me proporcionaba. Quería personajes desesperanzados, agonizantes, pero en situaciones comunes, que al final del día van a morir, pero que hasta entonces hacen vida normal: van al psiquiatra, se suben al autobús, vacían el buzón, fuman y apagan sus cigarros, desayunan, se masturban, llaman por teléfono... Un escritor, después de todo, no es alguien que esté haciendo todo el tiempo cosas épicas, para que las refleje la historia. El poeta vive ordinariamente, como todos nosotros, y en lo ordinario convive con la angustia. De eso debía valerme, y para escribirlo necesitaba la frialdad que proporciona la tercera persona.

"De pronto, no hicieron pie, y no tuvieron nada a lo que agarrarse. La poesía los mantuvo a flote durante años"

-Otro binomio falsamente célebre: literatura-químicos. Al menos en el caso de Sexton y Pizarnik la medicación no les dio un miligramo de paz, tampoco la escritura. ¿Los suyos, más que poetas malditos son poetas malogrados?

-Claramente. Alcanzaron un punto en que se convirtieron en poetas sin poesía. De pronto, no hicieron pie, y no tuvieron nada a lo que agarrarse. La poesía los mantuvo a flote durante años. Se iban a pique diariamente, pero con la poesía regresaban. Hay una frase de Anne Sexton que explica muy bien lo inexplicable, cuando dice 'creen que me he curado, pero solo me he hecho poeta'. Pero un día el poema alcanzó su fin. Dejaron de escribir. No supieron o no pudieron, y como sin poesía la vida carecía de sentido, el suicidio no pudo esperar más.

-¿Sería demasiado cínico pensar que algunos escritores concibieron su muerte como una forma de cerrar su propia obra? ¿Puede pensarse esta muerte, la del suicida, como producto de un desasosiego o como último gesto de vanidad?

-Supongo que cada uno cae en el abismo a su manera, y se suicida con su porqué. Pero a la vez, en el caso de los cuatro protagonistas de Fin de poema, tiendo a pensar que para ellos el suicidio fue la obra de toda una vida. Obra entendida como tarea vital, pues la idea de matarse fue un descubrimiento temprano, casi una vocación adolescente, por seguir empleando un lenguaje cínico. Pero obra también entendida como construcción literaria, en especial en el caso de Pavese, Pizarnik y Sexton, en cuyos poemas o diarios hay referencias constantes a su suicidio venidero. Éste no fue algo repentino, imprevisto, sino amasado, y casi público. Todos, incluido Ferrater, habían avisado con tiempo. La suya, la de los cuatro, fue una muerte hecha a sí misma.

"La traducción fue una última oportunidad para seguir cambiando algunas cosas. Nada importante, pero a la vez importantísimo"

-¿Qué consiguió destilar del libro en la traducción del gallego al castellano? ¿Fue una ocasión para podar? ¿O lo dejó intacto?

-La traducción fue una última oportunidad para seguir cambiando algunas cosas. Nada importante, pero a la vez importantísimo, porque si no cambias cierta frase, o si no jubilas no sé qué adjetivo, crees que puedes enloquecer. En el fondo, un libro nunca está acabado, siempre sobra algo, o carece de ello. Te dices que has acabado cuando viene el editor o la editora y te lo saca de las manos y se lo lleva. Aún así, cuando está a punto de girar la esquina de la calle, le gritas: “¡Quita el adjetivo ‘inhóspito’ del quinto párrafo, por lo que más quieras!”.

-¿El columnista, en su diario espectáculo, lesiona al novelista?

-El novelista tiene que matar al columnista cada día, y por la mañana, el columnista le devuelve el crimen. Y así todos los días, mientras simultanees la columna con la novela. En el salto de un género a otro se produce una transformación automática, abismal e imperceptible a la vez. No eres consciente, pues no se produce un chirrido, o un ajuste mecánico, ni siquiera un leve clic, pero de algún modo tú pasas a ser otro, que emplea un registro distinto, maneja distintas herramientas y técnicas, traza nuevas líneas rojas, o proporciona a la verdad un rango diferente.

-Hubo muchos columnistas que malograron su propia obra novelística por esa otra escritura diaria. Pero su prosa periodística termina siendo superior. ¿Sobrevaloramos la novela? ¿Por qué hay que llegar a ella como quien alcanza una orilla, como quien se salva de morir ahogado sin obra de ficción?

No creo que haya que escribir una novela necesariamente, aunque es cierto que nos hemos dejado persuadir por la idea de que la novela es ese territorio exigente, casi desértico, en el que un escritor se pone a prueba, algo así como el examen definitivo que sirve para saber si uno vale o no vale para esto. Me temo que se trata de una de esas ideas con las que estás de acuerdo y a la vez absolutamente en contra. En el caso de Borges, es sabida la desconfianza que le despertaba la novela. Creía que algún día pasaría de moda, quedaría en desuso. Se consolaba pensando que alguna vez le preguntaron a otros escritores: ‘¿Y usted, cuándo va a escribir una epopeya?’ o ‘¿Cuándo va a escribir un drama en cinco actos?’, y actualmente, decía el autor argentino, esa pregunta no se usa.

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