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Cultura

Kaltenbrunner, el que brindó con coñac ante una pila de cadáveres y moribundos

Ernst Kaltenbrunner, en primer plano, durante los juicios de Nuremberg.

“Es hombre capaz de comprender las entradas heroicas, pero no las heroicas salidas”, escribe un narrador en tercera persona. La realidad de Kaltenbrunner dista mucho del heroísmo y él lo sabe. “Berlín ya no era bella cuando tuvo que abandonarla”. El día en que Ernst Kaltenbrunner emprendió la huida a través de las Montañas Muertas, macizo de los Alpes orientales a unos 200 kilómetros de Viena, la segunda guerra mundial llegaba a su fin. El régimen nazi se caía a pedazos y los aliados le pisaban los talones a los altos oficiales que como el jefe de Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA), intentaban salir con vida. Mientras avanza sobre la fría nieve, Kaltenbrunner piensa dos cosas: conseguir un refugio y confeccionar, cuando todo pase, la vuelta a la vida burguesa de antaño. No consiguió ni una cosa ni otra. Fue apresado por tropas americanas, enjuiciado en Núremberg y condenado a la horca.

Esa es la historia que narra el escritor Franz Kain (1922-1997) en El camino al lago desierto, un libro editado por Periférica y en cuyas páginas se revela a un autor potente y metálico. Originalmente publicado en 1974 como parte de un volumen de relatos, El camino al lago desierto fue escrito alrededor de la década del 50. La segunda guerra mundial y la atrocidad nacionalsocialista permanecían muy frescas en la memoria de Kain, quien en 1941 había sido apresado por la Gestapo y enviado luego al Norte de África, donde fue retenido por las tropas norteamericanas hasta 1946.

Autor de cinco novelas y más de una treintena de relatos, Kain se ha mantenido en la oscuridad, apartado e ignorado. Corresponsal de la extinta República Democrática Alemana, donde conoció a Bertolt Brecht y Anna Seghers, su potente obra literaria ha permanecido como una voz marginal dentro de la narrativa de la posguerra. Tejida con el mimbre de la experiencia personal y la precisión literaria, El camino al lago desierto narra no sólo una historia real, sino que lo hace con una prosa fulminante.

Precisamente porque su protagonista huye a través de una cordillera nevada, la naturaleza cobra un peso inusitado en relato, convirtiéndose en un blanco mantel donde la muerte luce todavía más oscura. La de Ernst Kaltenbrunner es una historia como muchas de los que sobrevivieron al largo final del nazismo y sin embargo, la composición que hace Kain de su vida, la convierte en un retrato que sin pretender señalar, sin apelar a adjetivos calificativos, consigue lo que el más acusador de los dedos.

El oficial Ernst Kaltenbrunner era hijo de la burguesía culta de la monarquía austrohúngara y nazi de primera hora.

El oficial Ernst Kaltenbrunner era hijo de la burguesía culta austrohúngara y nazi de primera hora tras la anexión de Austria por el Reich alemán. Hizo rápidamente carrera dentro del régimen nacionalsocialista. En 1943 llegó a ocupar el puesto de director del Departamento Central de Seguridad del Reich, convirtiéndose así en la mano derecha del Reichsführer-SS Heinrich Himmler, cerebro de los campos de concentración y principal autor del exterminio de los judíos.

Cuando el colapso militar de Alemania ya era inevitable, Kaltenbrunner emprendió la huida. Lo hizo en compañía de dos ayudantes y un cazador que les guió en la dura travesía. Mientras avanza hacia su destino, Kain crea dos ritmos narrativos –incluso tres-: la descripción de la marcha a pie; las escenas de un pasado reciente –el régimen nazi- y un plano final que toma al lector por sorpresa, incluso cuando este ya sabe lo que va a ocurrir. Y lo consigue a través de una anécdota tan estilística como narrativamente estratégica.

Mientras Kaltenbrunner avanza y fantasea con su vuelta al seno de la burguesía de sentir nacional –“todo será como antes o un poco más templado”, escribe-, un narrador en tercera persona adelanta y retrocede en el tiempo. Y de pronto pasa Kaltenbrunner de estar en una blanca explanada para situarse ante una pila de cadáveres. Escribe Kain:

“Pero he aquí que los cadáveres no yacían alineados, como lo hacían colocados en el suelo, sino que más bien formaban un amasijo, como si los cuerpos vivos hubieran gateado unos hacia otros hasta constituir una especie de pirámide. Mientras la comisión se detenía extrañada, el montón de cadáveres empezó a moverse. Los cuerpos resbalaban unos sobre otros y las extremidades se estremecían, y de pronto uno de los bultos se incorporó a medias y soltó un estridente ‘Hurra!’, como si fuera a emprender un ataque. Tras un segundo de espanto varios jefes de la tropa se precipitaron hacia el revoltijo y dieron el tiro de gracia a los gravemente heridos”.

Kaltenbrunner monta en cólera. El sistema de exterminio da problemas, piensa mientras un oficial vomita ante los cadáveres apilados -lo que le irrita todavía más-. Manda traer una botella de coñac, brinda y llama calzonazos y cagón al soldado.

En esa anécdota Kain concentra no sólo un horror que no hace falta nombrar –la sola descripción basta-, sino que centra en ella el acertijo del relato, el punto de fuga que magnifica su eficacia. Cuando fue apresado por los aliados y juzgado en el tribunal de Núremberg, Kaltenbrunner mantuvo su defensa largo tiempo. Admitía haber ocupado un alto cargo y haber desempeñado responsabilidades. Pero las órdenes, insistía, las había recibido de Hitler y Himmler. Nunca participó de forma activa; sobre esa afirmación se sostenía su estrategia. Al cabo de unas semanas, al juicio compareció un nuevo testigo: el oficial que le vio alzar la copa llena de coñac ante una pirámide en la que ejecutados y moribundos se desparramaban revueltos.

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