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Cultura

Una lista de siete novelas sobre el paro en España: una literatura de la vergüenza

Un detalle de la portada del libro 'La mano invisible' (Seix Barral), de Isaac Rosa.

Los datos de la última Encuesta de Población Activa de 2013 difundidos esta semana arrojaron cifras que iban en dos direcciones, acaso la misma: 69.000 parados menos, pero también 198.00 puestos de trabajo destruidos. Menos parados, pero una cifra más alta de desempleo. Llega casi a dos millones el número de hogares sin ningún miembro empleado. El agujero de los parados de larga duración crece, un 5,85%. Un estigma, sin duda. Un algo que crece, se solidifica, que entra en la vida de las personas para borrarlas, de a poco, en la espera.

En los últimos meses, un grupo de autores ha retratado el lento y cada vez más largo drama del desempleo. La vida entrando a empellones en la literatura o la literatura redimiéndose con la vida. Y no se trata de enumerar novedades como quien deshoja una margarita o colecciona los mejores Gin Tonics y casas rurales con encanto para pasar el invierno. Se trata de contar como quien se arranca las pestañas, como quien tacha o acumula.“Vosotros lo tenéis todo, yo tengo una escopeta", escribió el novelista Rafael Chirbes en las páginas de En la orilla (Anagrama, 2013), considerada por la crítica como la mejor novela del 2013.  En ella, Chirbes cuenta la historia de Esteban, un hombre que se ha visto obligado a cerrar una carpintería que vivió del esplendor de la construcción. Se descubre de pronto vacío y despojado. Ha dejado en el paro a 5 personas y su padre, enfermo en fase terminal, se apaga mientras él intenta sobrellevar la ruina que toca a su puerta con la insistencia de una derrota.  

No es la de Chirbes la única estampa de esta larga y árida travesía. En su tercera novela, Democracia (Seix Barral, 2013), Pablo Gutiérrez narra la historia de Marcos, un hombre que tiene una hipoteca y muchos planes de futuro. En  Septiembre de 2008, el día  la caída de Lehman Brothers, es despedido. Su tragedia no es peor que la de millones de personas; su reacción sí. De noche, Marco sale a la calle, convirtiéndose en fuente de inspiración para tres jóvenes anarquistas.  Gutiérrez retrata en Marcos, acaso, la figura del embaucado, del que lo ha perdido todo, del que lucha sin saber porqué ni para qué.

Publicada el año pasado, La habitación oscura (Seix Barral, 2013), de Isaac Rosa, hunde los dientes en una realidad oscurecida, opaca. En esta novela, Rosa  narra cómo un grupo de jóvenes, todos nacidos en los setenta –la generación de la democracia- deciden convertir un sótano en un cuarto sin ventanas, lámparas o rendijas por las que pueda traspasar la claridad. Durante 15 años entran y salen de ese espacio que comienza como escenario del juego y el desafuero, el rincón para practicar sexo a tientas y que, con el paso de los años, se convertirá en un refugio para guarecerse de la vida que golpea: la que no les trajo el éxito esperado ni la casa propia llena de muebles, mucho menos la abultada nómina de la felicidad; la que les confinó a la angustia, la muerte y la derrota; la que les convirtió en gente que no quiere ver pero que no puede elegir esconderse de los otros.  

En espíritu del malestar -esa bruma-, Rosa retrata al joven parado, al que se queda en la calle con una hipoteca a cuestas; pero también el empleo precario de una joven que viaja todos los días en Ave mientras sirve café por cuatro duros, cuando puede; fotografía  al cabreado, al que decide que hay otra manera de protestar. No es esta la primera novela en la que Rosa aborda el mundo laboral. Ya lo hizo en La mano invisible (Seix Barral, 2011), una historia atravesada por gente que trabaja, acaso loca y compulsivamente: gente que pone ladrillos, monta piezas en cadena, corta carne, cose, friega, carga cajas. Pero sin saber con qué fin. Los que poseen un trabajo son vistos, también, como cebo para la explotación.

"Tengo casi treinta años y siento que me han robado la esencia. Tiene que ver con el trabajo. En algún momento interioricé que sólo es hombre quien trabaja y puede hacerse cargo de sí mismo. Yo no tengo trabajo estable y ni siquiera he aprendido a cuidar de mí. Mi único activo es no poseer nada. No tengo hipoteca, no tengo familiares a mi cargo, no tengo coche, no tengo piso, no tengo trabajo”, escribe el escritor y periodista Javier López en su libro Yo precario (Libros del lince), un volumen en cuyas páginas -con humor y acidez; entre la ternura y desesperación- se retrata el calvario laboral al que se ve sometida una generación: empleo precario, mal remunerado, barato para quien contrata e insuficiente para quien intenta sobrevivir.

También están en situación están Igrid Vucú  y Maelo Lavoce, los protagonistas de la novela Tiempo de encierro (Lengua de Trapo, 2013), de Doménico Chiappe. Son una pareja joven. Ambos son profesionales: ella es editora –una autónoma que ve cómo escasean los proyectos-  y él, Maelo, matemático, aunque trabaja como profesor con escasos contratos para cubrir vacantes. Esperan su primer hijo. Viven en una casa a las afueras de la ciudad que pagaron puntuales, durante años, y de la que serán despojados por el retraso de un mes en el pago de la hipoteca.

La angustia une a estos personajes, los entrelaza. Aunque sean distintos, aunque no ocupen el mismo libro, todos cuentan la misma historia: esa que lleva al enloquecimiento y la invisibilidad, la misma que acecha a Elisa, la protagonista de La trabajadora (Random House, 2014), la última novela de Elvira Navarro: una mujer joven, instruida, que trabaja para la editorial de un gran grupo que acaba de poner en marcha un ERE. Una chica que solía vivir en el centro, pero a quien las ínfimas y cada vez más esporádicas pagas la obligan a desplazarse a un estudio de 40 metros al Sur de Madrid -cada vez más hacia la periferia-. No tiene casi dinero, trabaja jornadas continuas y sufre constantes ataques de pánico.

No se trata -hay que repetirlo- de plantear listas como quien enumera divertidos planes de fin de semana. Pero acaso en estos días de cifras –estos días de obsesión por los números, por lo que podemos contar: desde lectores hasta parados- sería posible hacer con estos libros una torre alta sobre la cual treparse, acaso para ver mejor y más claramente, el paisaje estropeado de vidas que se hacen invisibles.

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