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España

La crisis de la Corona y la hora de la verdad del Príncipe Felipe

Cada noticia, cada detalle, cada situación nueva que se conoce del llamado caso Urdangarin es peor que la anterior no ya para la fama terrena de la Familia Real sino para el prestigio de la Corona. Ayer supimos que la Casa del Rey contactó en 2007 con un bufete de abogados catalán para “poner en orden” en las actividades del yerno del Monarca, que para entonces facturaba millones de euros a Administraciones varias con la efectividad y contundencia con que antaño batía las redes de los equipos de balonmano –al “talonmano” dicen ahora que jugaba- que se enfrentaban al Barcelona C.F. De modo que al menos desde 2007 la Zarzuela sabía a qué se dedicaba el buen mozo, y no precisamente a obras de caridad sin ánimo de lucro. La solución fue pedir a Telefónica –“César, me tienes que hacer un favor”- que diera trabajo –es un decir- al chico lejos de España, cuanto más lejos mejor, en espera de que el asunto se fuera diluyendo en el tiempo hasta quedar en nada.

 

Familia desestructurada, casi rota, presidida por la radical desavenencia existente entre el Rey y su esposa, doña Sofía. Si la Reina se enfada con Leticia por negarse a asistir a un cumpleaños de Constantino,el Rey ennoblece a un portugués, muy cercano a Leticia, con el título de Marqués de Pereira Coutinho. Si el Rey dice que Urdanga es una desgracia para el apellido, la Reina viaja a Washington y se hace retratar en el ¡HOLA! junto a la familia de su hija, como inequívoca señal de apoyo en época de tormenta. Si en el hall de un hotelito alemán el Príncipe coincide con una antigua amistad, la Princesa se va sola de compras o a cenar con amigas. Desavenencias en primera generación, que se trasladan a la segunda. Leticia no se lleva con sus cuñadas, pero el Rey tampoco se lleva con su nuera, y no se recata a la hora de contarlo en privado, mientras por la meseta soriana se perfila la triste figura del caballero Marichalar, hace tiempo apartado de la familia, como ahora amenaza con serlo Iñaki. Desamor en primera generación y malos matrimonios en segunda, cóctel que todo el mundo conoce –desde luego el establishment patrio, cuyo deporte favorito consiste ahora en cotillear sobre la so-called “princesa” Corinna zu Sayn-Wittgenstein- pero que todos callan porque la royal family sigue siendo, cada día menos, asunto tabú y porque los españoles seguimos juzgando con generosa manga ancha la vida privada de la gente, incluso de gente tan principal como la primera autoridad del Estado.

 

Como en diciembre de 1858 escribiera el embajador francés en la corte española, un tal Fournier,  “nos enfrentamos a una realeza cuyas pasiones no parecen sentir la fuerza de su prestigio más que para abusar de él”. El tenderete amenaza con venirse abajo por culpa del caso Urdangarin, un escándalo que emparenta a los Borbones con la corrupción galopante que desde hace décadas enseñorea la pedestre democracia española. ¡Con la pasta hemos topado! De modo que, de pronto, la Familia Real está en boca, y no precisamente para bien, del menos avisado de los españoles, porque ese español que transige en asunto de bragas y braguetas  está menos dispuesto a consentir en cuestión de latrocinios, y mucho menos en una época de crisis aguda como la que vivimos. El corolario es que, treinta y tantos años después de la muerte de Franco, la forma de Estado ha pasado a convertirse en una de las grandes cuestiones pendientes a que se enfrenta el pueblo soberano al inicio del tercer milenio, con la crisis económica y la del modelo de Estado por compañeras.

 

 

Crecen los apoyos al relevo en el Trono

 

La pérdida de prestigio de la institución (ver encuestas recientes), las divisiones familiares y este escándalo (sexo y dinero conforman como una maldición los pecados capitales de los Borbones a lo largo de los siglos) han acentuado la debilidad simbólica de la Corona para mediar y arbitrar las soluciones que reclama un país cuarteado como nación tras las dos legislaturas de Zapatero, país que parece haber perdido el rumbo como proyecto de vida colectivo. La monarquía de don Juan Carlos ha perdido autoridad –la que otorga el prestigio inmaculado-, y buena parte de ese poder simbólico que tuvo. Ha dejado de ser vista por muchos como una solución, para pasar a ser parte del problema.

 

En el entorno del heredero son claras las señales de alarma que emite esa pérdida de prestigio. El protagonismo del Príncipe Felipe en el apartamiento de Urdangarin como persona de conducta “poco recomendable”, no tiene otra explicación que el intento de colocar un cortafuego capaz de evitar que el escándalo se lleve por delante la sucesión al Trono. En este contexto, la aparición estelar –Barcelona, miércoles 14- del heredero en el acto de presentación de la Fundación Príncipe de Gerona, apenas dos días después de que Zarzuela dejara caer a Iñaki cual fruta madura, no puede entenderse más que como una reafirmación de la figura de Felipe de Borbón como icono de una Monarquía de nuevo cuño, no ligada a la restauración franquista ni a los escándalos de corrupción que empañan la figura del Rey. Frente al sablazo por sistema del cuñado, el ejemplo de la Príncep de Girona como fundación “honesta y transparente”. Para el heredero, “servir al interés general no puede supeditarse en ningún caso a recompensas personales”. Más claro, agua.

 

En torno a la candidatura de don Felipe como futuro Rey empieza a cristalizar un incipiente grupo de apoyo formado por jóvenes empresarios y profesionales liberales que impulsan un cambio acelerado al frente de la institución. Dos bandos, como tantas veces ocurriera en nuestra Historia: el de quienes siguen apoyando al Monarca, mayormente representado por el empresariado madrileño, y el de quienes, con fuerte soporte en Barcelona, respaldan la figura del Príncipe, acuden a visitarle en privado, le animan y se declaran partidarios de la abdicación del padre cuanto antes. Muchos de ellos estaban presentes el  miércoles en la Sala Oval del Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC). La renuncia del Monarca sería la solución adecuada en el horizonte de un par de años, cuando se empiece a vislumbrar cierta luz al final del túnel de la depresión económica que vivimos, de modo que el relevo sirviera para enmarcar el inicio de un nuevo periodo histórico, lejos de las adherencias del pasado que Juan Carlos I llevará siempre consigo.  

 

 

El navajeo dentro de la propia Familia Real

 

Pero el Rey no se irá. Quienes le conocen bien aseguran que “por encima de su cadáver. El cargo es la razón de su vida, y se morirá con él. Su desconfianza en quienes le rodean es total, y ni aunque se lo pidieran de rodillas las personas con más poder del país accedería. Es lo que siempre me ha dicho. No se fía de su hijo y mucho menos de su mujer. Aparte de que, ahora mismo, cualquier movimiento en ese sentido no haría sino poner en tela de juicio la institución misma”. No olvidemos, sin embargo, la frase de aquel embajador de Napoleón III en Madrid para quien “lo verdadero y lo inverosímil están en España siempre muy cerca”. La negativa del Monarca a pasar el testigo a su hijo -mejor preparado, más culto y, sobre todo, sin mácula, al menos que se sepa, en lo que al verdadero talón de Aquiles de don Juan Carlos respecta, es decir, los negocios privados, es decir, el dinero a gran escala, dificultará una salida racional, consensuada, a un problema que por vía de la abdicación podría resolverse, aunque tal vez cabría decir mejor aplazarse, porque, a largo plazo, el viejo dilema Monarquía-República no se solucionará hasta que los españoles puedan pronunciarse en consulta libre y democrática.  

 

En contra de lo ocurrido durante el reinado de Isabel II, donde las divisiones internas de los partidos moderado y progresista, amén del navajeo dentro de la propia familia real se emplearon a fondo a la hora de airear los “vicios privados” de la Reina para debilitarla políticamente, en la España de Juan Carlos I los poderes fácticos siguen empeñados en tapar cualquier desafuero, sea de faldas o de fondos, en un pacto de silencio del que hemos salido todos perdiendo, porque ni han cesado las habladurías, ni se ha puesto remedio a los desmanes. El miedo al futuro sigue siendo un eficaz agente aglutinante. Quienes apoyan al Príncipe quieren, por eso, cambiar “el porvenir tristísimo que aguarda a España si no se remueven ciertos obstáculos que se le ponen en el camino del progreso”, en palabras del gran Salustiano Olózaga. Se trata de “moralizar” la Monarquía española y hacer posible una nueva era de paz y prosperidad. Como dijo el propio Príncipe el miércoles, citando a Vicens Vives, “trobarem el pas y la clariana i ens desfarem de la nit y de la boira” (encontraremos el paso y la luz y nos desharemos de la noche y la niebla).

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