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España

El presidente Rajoy ante el rey Eduardo VIII

El 16 de noviembre de 1936, Eduardo VIII, que había accedido al trono el 20 de enero del mismo año tras la muerte de su padre, el rey Jorge V, llamó al primer ministro Stanley Baldwin al palacio de Buckingham y le expresó su deseo de casarse con la norteamericana Wallis Simpson, en cuanto ésta lograra el divorcio de su segundo marido. Baldwin, en lugar de plegarse al capricho real y callar, informó al rey de que sus súbditos, en Gran Bretaña e Irlanda and beyond the seas, consideraban tal matrimonio como moralmente inaceptable, en parte debido a que el mismo chocaba frontalmente con los principios de la iglesia anglicana, de la que el rey era gobernador supremo, y a que el pueblo británico no aceptaría a Wallis como reina. “La esposa del rey se convierte en reina del país y, por tanto, en la elección de una reina la voz del pueblo debe ser escuchada, y el pueblo “will not stand for this sort of thing in a public figure”. Ante tal situación, Eduardo propuso como alternativa un matrimonio morganático, solución que le permitiría seguir como rey sin que Wallis, a quien se le otorgaría un título menor y cuyos hijos no heredarían el trono, se convirtiera en reina. También a esta salida de urgencia se opusieron Baldwin y su gabinete.

Enfrentado a la mayor crisis institucional de su tiempo, el primer ministro se mantuvo firme: el rey debía renunciar a la idea de ese matrimonio o abdicar, porque lo contrario supondría provocar una crisis constitucional de enormes dimensiones. Eduardo, un mujeriego compulsivo, no estaba dispuesto a renunciar a Wallis Simpson y optó por abdicar. Lo hizo el 11 de diciembre de 1936. “Nunca podría dejarte”, declaró, muy enamorado, a una llorosa señora Simpson cuando, por recomendación de sus asesores personales y días antes de la abdicación, la norteamericana abandonó Gran Bretaña camino al Sur de Francia, con la idea de escapar del intenso acoso de la prensa. Si en lugar de Baldwin el rey Eduardo VIII hubiera llamado a capítulo al presidente Rajoy, el gallego se hubiera mostrado cual alfombra persa dispuesta a consentir lo que fuera menester: “Cásese usted con quien quiera, faltaría más, y hágalo cuantas veces quiera. Ese es un asunto privado que sólo afecta a la Casa Real, y como tal el Gobierno no tiene nada que decir”.

Los asuntos que afectan a la Casa Real son de la exclusiva incumbencia del Rey y su familia, y en ellos el Gobierno de turno no tiene ni voz ni voto

Es la doctrina oficial, el discurso preconstitucional que hace suya la teoría según la cual los asuntos que afectan a la Casa Real son de la exclusiva incumbencia del Rey y su familia, y en ellos el Gobierno de turno no tiene ni voz ni voto. Esta vergonzante muletilla doctrinal fue de nuevo validada el pasado jueves cuando, preguntado si sería necesario tomar medidas para mejorar la imagen de la Corona tras los últimos escándalos, Rajoy respondió contundente que no vamos a hacer absolutamente nada”. Marianismo en estado puro, que desprecia el hecho de que, mientras no se establezca lo contrario, el régimen político español es el de Monarquía parlamentaria, cuyo titular, el Rey, está sometido a las reglas y exigencias que se derivan del funcionamiento de la democracia y el buen gobierno del país, y los responsables de que eso sea así, aparte del propio interesado, son el Gobierno y, en su caso, las Cortes generales.

Los millones del palacete de Pedralbes

La imputación, esta semana, de la infanta Cristina en el caso que en los juzgados de Palma se sigue contra su marido, Iñaki Urdangarin, ha marcado un punto de no retorno en la deriva de descrédito en que se ha instalado el titular de la Corona desde hace tiempo, deriva convertida por contagio en crisis, para muchos terminal, de la propia Monarquía, lo que ha venido a coincidir con la crisis institucional y económica que padece el país y que marca el final del régimen político surgido tras la muerte de Franco. Punto de no retorno porque, con las manos libres después de que Rajoy renovara su condición de Pilatos dispuesto a mirar hacia otra parte, el monarca ha vuelto do solía, es decir, a tratar de interferir en el normal funcionamiento de la Justicia –manifestando el profundo disgusto de Zarzuela y alentando el recurso de la Fiscalía-, con lo que no hace sino cegar las últimas vías de salida, quizá la última oportunidad de restablecer ese pacto no escrito con el pueblo español que en los últimos tiempos ha saltado por los aires. ¿No habíamos quedado en que la Justicia era igual para todos? ¿No había Usted reconocido que el comportamiento de la Familia Real tiene que ser ejemplar?

Tras décadas en Babia, el español medio se ha sentido engañado en esa pretendida ejemplaridad

La batalla de quienes pretenden hacer creer que aquí no ha pasado nada está perdida o eso parece. La calle ha dictado ya su veredicto. Tras décadas en Babia, el español medio se ha sentido engañado en esa pretendida ejemplaridad cuando ha podido atisbar la auténtica dimensión del desastre que se esconde entre las encinas del monte del Pardo, y eso que apenas sabemos una mínima parte de lo allí ocurrido estos años. Asegura el dicho clásico que los dioses ciegan a quienes quieren perder (también que la providencia castiga los pecados nacionales con calamidades nacionales), porque sólo así se entienden esas interferencias reales en el camino de la Justicia, cuando el único camino que hubiera podido rescatar a la Familia Real del desastre que supone esta imputación sería haber mostrado un escrupuloso respeto a la decisión del juez Castro. Alentar el asedio al modesto juez –que en su auto casi llega a pedir perdón por su “osadía”- es error sobre error, entre otras cosas porque el socio de Urdanga, Diego Torres, dispone de arsenal sobrado para poner en evidencia la responsabilidad de la infanta -¿de dónde creía Cristina que salían los millones para la compra del palacete de Pedralbes?-, de lo cual se infiere que el acoso al magistrado es empeño fútil condenado al fracaso. 

Volvamos a los principios: la imputación de la infanta y, lo que es más importante, su impacto en la opinión pública –curioso, el CIS lleva tiempo sin pedir opinión sobre la Monarquía en sus encuestas- ha venido a poner de nuevo de relieve que el gran problema español es institucional. Lo decía Jesús Fernández-Villaverde, reputado profesor de Economía en la Universidad de Pensilvania, en una conferencia pronunciada en Madrid el pasado 21 de septiembre: “El problema de la burbuja no fue que nos dedicásemos a construir casas en mitad de Teruel, sino que nos olvidáramos de que España había llegado al límite de sus instituciones y de su modelo de crecimiento económico, y de que era necesario cambiar el país de una manera muy profunda”. De eso va la enfermedad española: de una crisis institucional de caballo, y de un régimen agotado, consumido por la corrupción. Les ahorro el discurso sobre el fin de ciclo que estamos viviendo, argumento aquí esgrimido con profusión en los últimos años, y sobre la necesidad de abordar una regeneración radical de nuestras instituciones, asunto que pasa por una reforma en profundidad de la Constitución del 78, que necesariamente deberá incluir una consulta a los españoles sobre la forma de Estado.

Es la hora del cambio tranquilo

No se trata de alarmar y mucho menos de infundir miedo. Se trata de proclamar la confianza en las capacidades colectivas para superar esta crisis, confianza cuya piedra angular reside en la asunción de que el cambio de ciclo es una realidad y que resulta inaplazable abordar las reformas pertinentes para dotar a los 47 millones de españoles de un nuevo horizonte de paz y convivencia para los próximos 50 años. Se trata de construir sobre la base de los grandes logros alcanzados por los españoles en las últimas décadas. Decir que lo ideal, desde el punto de vista de quien esto suscribe, sería que ese cambio fuera liderado por la España liberal, culta y urbana podría parecer un desiderátum. Lo que parece obvio es que si ese proceso no se aborda de forma controlada y desde dentro, es decir, en paz y con el máximo consenso posible, se hará desde fuera y de forma descontrolada. Lo harán esos a quienes la prensa conservadora acusa de “tratar de pescar en el río revuelto de los problemas de la Monarquía”. Desengáñense tirios y troyanos: esto está acabado. El problema no es Urdangarin, ni su esposa, la infanta; el problema, lo hemos dicho ya muchas veces, es el rey de España. El mal ya está hecho y el deseo de taparlo, el intento de los dos grandes partidos de negar la evidencia sólo conseguirá colocar el país ante un callejón sin salida, dando pie, entonces sí, a soluciones nacidas de la desesperación más que de la inteligencia. Es la hora del cambio tranquilo.

Los sucesivos Gobiernos de la nación, uno tras otro, abdicaron de su responsabilidad en relación con las cuestiones de la Corona. Este es el resultado de tal dejación. Hasta aquí hemos llegado. Y a este Gobierno, que trata de hacer frente como puede a la gran crisis económica, le toca bailar con la más fea y enfrentarse con los problemas de la Casa Real. Mala suerte. Difícil saber lo que hará Mariano Rajoy, aunque conviene advertir que refugiarse en la política de escapismo e irresponsabilidad de sus antecesores sólo contribuirá a ahondar la brecha de desconfianza entre gobernantes y gobernados, convirtiendo en papel mojado lo poco que va quedando de la Constitución de 1978. 

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