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Historia de una condena a muerte

Antonio Buero Vallejo, el primero por la izquierda, en la prisión de El Dueso.

“FALLAMOS: Que debemos condenar y condenamos a los procesados Enrique Sánchez García, Amable Donoso García, Alejandrino González Venero, Ramón Torrecilla Guijarro, Juan Fonseca Serrano, Antonio Buero Vallejo y José Izquierdo Pascual a la pena de muerte”. El 16 de enero de 1940, el tribunal militar presidido por el coronel Hernández Comes dictaba sentencia contra un grupo de militantes del PCE que a lo largo del verano de 1939 había intentado reconstruir el partido en la capital tras varios intentos previos fallidos. La sentencia asumía sin una pizca de duda las conclusiones del fiscal jurídico-militar, que atribuía al joven Buero Vallejo, que entonces tenía 23 años, haberse puesto al servicio del ‘régimen rojo’ durante la Guerra Civil y haber participado en los trabajos de reorganización del PCE después de la ‘liberación’ de Madrid por las tropas franquistas.

“La victoria de las armas nacionales, que cerró gloriosamente la primera etapa de la Revolución Nacional Sindicalista con un inapelable fallo de la Providencia y de la Historia, sobre fundamentos de razón y de fuerza prodigiosamente hermanados en esta ocasión, no fue admitida como definitiva por algunos elementos díscolos y contumaces” pertenecientes a la “facción política que hizo inevitable, como una necesidad física, el Alzamiento Nacional”, decía el escrito del fiscal en unas líneas introductorias antes de atribuir a cada procesado toda suerte de responsabilidades por haber "soliviantado espíritus para resucitar los bien muertos cuadros de sus organizaciones”.

Su padre fue fusilado en Paracuellos por las tropas republicanas al inicio de la Guerra Civil

La condena a muerte de Antonio Buero Vallejo cayó como un mazado en el domicilio familiar, que ya había vivido una tragedia al inicio de la guerra con el fusilamiento por las tropas republicanas del cabeza de familia, el teniente coronel Francisco Buero García, un militar gaditano que tras varios destinos en África y Canarias había recalado en Academia de Ingenieros de Guadalajara, primero como profesor ayudante de lengua inglesa y después de matemáticas. Tras 25 años en la capital alcarreña, en 1934 se trasladó a Madrid con su mujer, María del Carmen Cruz Vallejo Calvo, y sus tres hijos, Francisco Buero Vallejo, el mayor, militar como el padre, Antonio y Carmen. “Mis abuelos se vinieron a vivir a Madrid porque sus hijos se mudaron a la capital –cuenta ahora Carlos Buero, uno de los hijos de Antonio Buero Vallejo-. Mi tío Francisco, destinado al Cuartel de la Montaña, y mi padre para iniciar los estudios de Bellas Artes, de modo que mi abuelo aceptó un destino en el 2º Regimiento de Ferrocarriles después de haber rechazado otros durante años”.

Antonio Buero Vallejo en una foto de su etapa de estudiante.

Cuando la familia llevaba dos años en la capital tuvo lugar el golpe de Estado contra el gobierno de la República, y el joven Antonio Buero Vallejo, que entonces tenía 19 años, anunció a su familia que iba a enrolarse en las tropas republicanas que defendían la capital del ejército franquista, que había llegado hasta las puertas de la ciudad y amenazaba con tomarla. “Mi abuelo se lo impidió –continúa su relato Carlos Buero-. Le dijo que era muy joven y que esperara a que su quinta fuera movilizada cuando cumpliera 21 años, y mi padre no tuvo más remedio que aceptarlo”. Fechas después, el cabeza de familia era cesado en su destino y enviado a casa en expectativa de destino. “Era un militar de carrera y eso, al inicio de la guerra, suscitó las sospechas de los mandos republicanos, pero nunca fue un militar franquista, era un hombre liberal y demócrata. Pasado un tiempo le llamaron para que se personara en comisaría y acudió pensado que sería un trámite sin mayor importancia, pero ya no volvió. Le encarcelaron en la prisión de Porlier, a la que mi abuela iba cada día a preguntar por él, hasta que le dijeron que había sido trasladado, cuando en realidad lo habían fusilado en Paracuellos”.

También su hijo mayor, Francisco, fue detenido al estar destinado en el Cuartel de la Montaña, foco de la rebelión en la capital. “Mi tío no había participado en el alzamiento, pero a pesar de ello fue detenido como sospechoso. Mi padre, que era secretario de la Federación Universitaria Escolar (FUE) de Bellas Artes (una organización estudiantil fundada a finales de 1926 como alternativa a la entonces hegemónica Asociación de Estudiantes Católicos-AEC) acudió a las autoridades para avalarlo y le salvó la vida. Estuvo ocho meses en prisión hasta que le juzgaron y fue absuelto”.

Carlos Buero

La imposibilidad de acudir al frente hizo que Antonio Buero Vallejo colaborara con la República desde la Escuela de Bellas Artes dibujando murales y carteles llamando a preservar el patrimonio cultura, hasta que fue llamado a filas en 1938. Tras varias semanas de instrucción en un cuartel de la capital fue destinado a Villarejo de Salvanés (Madrid) y encuadrado en un batallón de Infantería.  Destinado en oficinas, el médico húngaro Oskar Goryan, miembro de las Brigadas Internacionales y jefe de Sanidad de la XV División, se percató de la calidad de sus dibujos un día que pasó por las dependencias y vio varios encima de una mesa, y pidió que fuese destinado a su unidad para trabajar como ilustrador en La Voz de la Sanidad. Desde entonces, su destino estuvo ligado al de Goryan, que lo llevó con él cuando fue nombrado jefe de hospitales del Ejército de Maniobras y después a la Jefatura de Sanidad en Valencia. Se trata de un periodo de la guerra del que hay datos sobre su actividad, de la que tampoco quiso hablar años después a sus hijos.“Mi padre nunca nos habló de la guerra ni de su experiencia vital en ella –señala su hijo Carlos-. Supongo que porque quería vivir el presente y mirar el futuro sin contaminar a sus hijos con hechos traumáticos del pasado”.

Entre los datos disponibles se sabe que en 1938 estuvo destinado un tiempo en un hospital de campaña en la localidad castellonense de Benicasim, donde conoció al poeta Miguel Hernández, que viajó hasta allí para ingresar en un Hotel de Reposo para combatientes. “A todo lo largo de la playa había chalets de gente que veraneaba allí y que tras ser requisados fueron convertidos en hospital de campaña. Estando yo allí llegó Miguel. Estaba muy cansado, agotado, y las autoridades políticas gestionaron que descansara en la playa durante un tiempo. Se dedicaba a dar algunos paseos y a visitar a otros amigos o compañeros, de modo que entonces no hubo más que una buena relación” (este testimonio de Buero Vallejo y otros reproducidos más adelante fueron recogido en 1994 por María Gómez y Patiño para su libro Propaganda poética en Miguel Hernández. Un análisis de su discurso periodístico y político. 1936-1939)

El final de la guerra le pilló en Valencia, donde fue detenido y conducido al campo de concentración de Soneja (Castellón)

El final de la guerra pilló a Buero Vallejo en Valencia, ciudad a la que llegaban en oleadas miles de republicanos que huían de las zonas conquistadas por el ejército de Franco tras la caída de Madrid con la pretensión de escapar en alguno de los barcos que la Sociedad de Naciones había anunciado que enviaría a los puertos de la capital del Turia y de Alicante para colaborar en la tarea. De Valencia zarpó el Lézardieux y de Alicante el Maritime y el Stanbrook, pero miles de personas quedaron atrapadas sin poder embarcar y fueron hechas prisioneras por las tropas nacionales. Entre ellas estaba Buero Vallejo, que fue internado varios días en la plaza de toros de Valencia antes de ser conducido al campo de concentración de Soneja (Castellón), en el que permaneció cerca de un mes. Quienes habían tenido un papel relevante durante la guerra fueron ingresados en prisión, y al resto se les facilitó un salvoconducto para viajar a sus localidades de origen, donde los servicios de información de Falange se encargaban de una segunda criba con la ayuda de vecinos, conocidos y familiares que denunciaban a los desafectos al régimen. Buero Vallejo llegó a Madrid con uno de esos salvoconductos y la orden de presentarse a las autoridades. “Mi padre acudió a la cita, pero se encontró una enorme fila de gente que comentaba que los iban a mandar de nuevo a campos de concentración y se marchó a casa, en el número 36 de la calle General Díaz Porlier, donde fechas después le contactó el PCE para que colaborara en labores clandestinas”, cuenta su hijo Carlos.

Buero Vallejo durante su estancia en prisión.

El PCE, cuyos máximos dirigentes abandonaron España al final de la guerra, había dejado la organización en manos de militantes de segundo nivel con la intención de que la mantuvieran viva y prestaran ayuda a los compañeros que continuaban en el interior, mientras desde el exilio se esperaban acontecimientos. Los intentos de reconstrucción del partido protagonizados por Matilde Landa, primero, y Enrique Castro, después, fracasaron con la detención de ambos, y los dirigentes que permanecían presos en el campo de concentración de Albatera (Valencia) prepararon la fuga de uno de ellos, Enrique Sánchez García, para que viajara a Madrid y se hiciera cargo de las células dispersas que quedaban en la capital.

Enrique Sánchez se escondió a su llegada a la ciudad en el domicilio de María Atienda en la calle del General Pardiñas. Fue esta mujer quien le puso en contacto con Amable Donoso, sacerdote y militante del PCE que se había salvado de las redadas policiales, quien, a su vez, le puso al tanto de la situación del partido. Sánchez le pidió varias documentaciones falsas y domicilios en los que esconderse para pasar desapercibido. La primera misión recayó en el médico José Izquierdo, que había coincidido en Valencia con Buero Vallejo, a quien contactó para que se encargara de ello. Fechas después fue detenido y el 14 de agosto de 1939 comparecía ante la Jefatura de Policía Militar para ser interrogado, según consta en el sumario instruido contra él, al que ha tenido acceso Vozpópuli.

Declaración ante el juez.

“Preguntado a qué partido e instituciones de tipo marxista del Frente Popular ha pertenecido dice: Que a la FUE en el año de 1934, al PCE y al Socorro Rojo Internacional en 1938. Al estallar el movimiento el dicente ocupaba el cargo de secretario de la FUE de Bellas Artes por encontrarse cursando estudios en la misma, acudiendo desde el primer momento al llamamiento que se hizo para prestar voluntariamente servicios a la causa roja. Que durante el dominio rojo se ha dedicado a hacer carteles de propaganda en la Academia de Bellas Artes de la FUE, pasando después al ejército rojo, donde, entre otras unidades, ha prestado servicios en la Jefatura de Sanidad de la XV División y en la Jefatura de Sanidad del Ejército de Levante, sorprendiéndole la liberación en esta última situación”.

La declaración continúa explicando cómo contactó el PCE con él y la tarea que le fue encomendada. “Que después de la liberación de Madrid, y una vez regresado a la capital, fue a visitarle a su domicilio José Izquierdo, médico a quien conocía ya como elemento comunista cuando se encontraba en el frente rojo de Levante. Que este individuo le dijo que el Partido Comunista estaba organizado clandestinamente y que estaba en contacto con algunos dirigentes del mismo. Que a dicho Izquierdo le habían asignado diversos encargos, tales como proporcionar documentaciones falsas a los que se encontraban sin ella del partido y buscar elementos para encuadrarlos en la clandestinidad. Que al exponerle lo anterior al que habla éste le dijo que estaba dispuesto a colaborar. Que de acuerdo con éste, a los pocos días le llevó el José Izquierdo tres avales de Falange y un documento de la Jefatura de Recuperación Mobiliaria ‘Orden Público’, para que falsificase los sellos de los mismos, cosa que verificó (…). Que estos sellos (los confeccionó) valiéndose de anilina y azúcar (para hacer) una tinta, estampándolos después en papeles en blanco. De esta forma falsificó también la firma de un militante de Falange Española apellidado Jiménez Villa”.

El PCE le encargó que falsificara varios salvoconductos para dirigentes del partido que habían llegado a Madrid de manera clandestina

El interrogatorio concluía con una pregunta que desvelaba el conocimiento que la Policía Militar tenía sobre su familia. “Preguntado para que diga si es cierto que los rojos fusilaron a su padre por el hecho de ser teniente coronel de Ingenieros y no querer colaborar con los mismos, dice: que es cierto”. Meses después, el 10 de octubre, matizaría sus declaraciones en una comparecencia ante el juez especial de la Policía Militar, en la que afirmó que desconocía que la documentación falsificada fuese para militantes comunistas y que si lo hizo fue “por amistad particular con Izquierdo y para solucionarse un problema de orden personal”.

Escrito de conmutación de la pena de muerte.

El 14 de enero de 1940 se celebraba el consejo de guerra contra Buero Vallejo y otros  nueve militantes comunistas detenidos por aquellas fechas, entre ellos Enrique Sánchez y José Izquierdo, en el que seis de ellos fueron condenados a la pena capital. La sentencia le dedica cinco líneas, suficientes para justificar su condena a muerte por un delito de adhesión a la rebelión. “Que Antonio Buero Vallejo, no obstante el asesinato de su padre por los rojos, era afiliado a la FUE en 1934 y al PCE y el Socorro Rojo Internacional en 1938, fue durante la guerra propagandista rojo y facilitó, a petición de José Izquierdo, sellos y firmas para documentar a elementos significativos del PCE clandestino”. Ni una palabra más.

Buero Vallejo fue encarcelado en la prisión madrileña de la plaza de Conde de Toreno a la espera de que el Generalísimo Franco diera el ‘enterado’ a la condena, paso previo para que fuera fusilado. Allí coincidió de nuevo con Miguel Hernández. “Yo estaba en la galería de condenados a muerte y llegó Miguel. Me acerqué a él y le recordé Benicasim. Convivimos en esa galería durante bastante tiempo, unos cuatro meses. Allí hice mis primeros retratos carcelarios. Me dedicaba a dibujar las caras que me parecían más interesantes y retraté a Miguel. Era un hombre que pasaba con facilitad de lo taciturno a lo expansivo. En la etapa expansiva contaba chistes, a veces subidos de tono, o canturreaba. En las etapas taciturnas hablaba poco, solo lo indispensable, y le daba vueltas a las cosas. En ocasiones nos recitaba alguno de los poemas en los que había estado trabajando por la noche. Era una vida dura, y si se estaba condenado a muerte cualquier noche podían venir a por ti y llevarte a fusilar. Yo he visto salir a muchos compañeros para ser fusilados; es más, yo he tenido la seguridad ficticia, pero que en ese momento me parecía real, de que una noche determinada me iban a fusilar. Me pasó dos o tres veces. Y como a mí, a otros, porque llegaba una confidencia de la oficina, donde también trabajaban presos, que nos decían: esta noche hay saca. Van a sacar a fulano y a diez más”.

Pasó ocho meses a la espera de ser fusilado antes de que le conmutaran la pena de muerte por 30 años de reclusión

Tras ocho meses de espera, el 21 de septiembre de 1940 le fue conmutada la pena de muerte por otra de 30 años de reclusión. El general Cirilo Genovés Amorós, Auditor de División y jefe de la Asesoría del Ministerio del Ejército, así lo confirmaba en un escrito que decía: “Certifico: Que SU EXCELENCIA, a quien ha sido notificada la parte dispositiva de la sentencia que pronunció el Consejo de Guerra celebrado en Madrid para ver y fallar el procedimiento 48.924 seguido contra Antonio Buero Vallejo, se ha servido CONMUTAR la pena impuesta por la inferior en grado”. “A mi padre no le fusilaron por casualidad –dice su hijo Carlos-. Era el último de la cadena y la persona que tenía por encima de él (José Izquierdo, quien le encargó la falsificación de los documentos) tenía una madre muy beata que recurrió al arzobispado para que intercediera por su hijo. Suponemos que lo que ocurrió es que si al jefe de mi padre no le fusilaban debieron pensar que tampoco podían hacerlo con quien estaba a sus órdenes, y por eso se salvó. Fueron los dos únicos condenados a muerte del proceso a los que no fusilaron”.

Antonio Buero Vallejo y su hermana Carmen, hacia 1947

En 1944 la pena de 30 años le fue conmutada por otra de 20, y tras un periplo por las prisiones de Conde de Toreno, Yeserías, El Dueso, Santa Rita y Ocaña fue puesto en libertad en 1946. “A la salida de prisión un amigo le propuso un trabajo de comercial que mi padre rechazó porque quería dedicarse a escribir teatro –continúa su hijo Carlos-. Antes de la guerra su vocación había estado orientada hacia la pintura, pero las experiencias vitales durante la contienda y sus años de prisión le exigían un medio de expresión que no encontraba en la pintura, además de que pensó que ya no tenía la destreza suficiente para continuar con dicha disciplina. Pese a ello aún pintó numerosos cuadros al óleo, pero su vocación estaba ya en la escritura”.

Tres años después de recuperar la prisión se estrenó Historia de una Escalera, que le consagró y fue el inicio de una trayectoria que habría de convertirle en uno de los principales dramaturgos de nuestro país. Pero esa es ya otra historia.

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